El culebrón Djokovic sigue abierto, pero va tomando el camino correcto, que es el de los errores humanos en la lucha por causas imperfectas.
Se había convertido en la batalla final por la libertad en el mundo, la derrota final de la pandemia, la némesis que pone en su sitio al pasado de hubris, la justicia social y local contra las pretensiones de un millonario global o la venganza del pueblo serbio o de Jesucristo mismo reencarnado para acabar de una vez con el mal en el mundo, etc.
Porque cada uno lucha por lo que le da la gana, pero el Estado de derecho, la democracia liberal y demás tienen una tendencia natural, por lo general muy positiva, a reducir todas estas luchas al papeleo y la burocracia. Y así ha sido con el caso Djokovic, reducido a procedimiento judicial, formularios, tecnicismos, mentirijillas e incertidumbres. Problemas y defectos humanos. Demasiado humanos.
Y hay que reconocer que él tiene también buena parte del mérito. Por aquello que incluso el mentiroso rinde un homenaje a la verdad que no le reconocerá el tertuliano, y porque parece que en sus argumentos y confesiones Djokovic ha defendido siempre, de forma más o menos lúcida, porque es tenista y no tuitero, las causas que hacen posible, todavía hoy, todavía en Australia, la democracia liberal.
La igualdad ante la ley contra la arbitrariedad del poderoso, por ejemplo. Por mucho que se diga, y por mucho que se haya hecho en su nombre, Djokovic no pidió ningún trato de favor por ser quien es. Lo que pedía es que, precisamente a pesar de ser quien es, de pensar lo que piensa sobre las vacunas y de las simpatías que con todo eso haya podido ganarse entre los australianos y, particularmente, entre los miembros de su gobierno, se le aplicasen las mismas normas y exenciones que a todo el mundo.
Eso es lo que pasó antes de volar, cuando se le autorizó a entrar en el país sin saber quién era, y que dejó de pasar cuando estaba ya volando y cuando aterrizó en Australia, donde se le quiso tratar con un mayor escrúpulo, por ser él quién era.
De eso fue víctima Djokovic y de eso fue, no por su culpa sino por su causa, víctima la tenista checa Renata Voráčová, a quien ya se había dejado entrar en Australia, que ya había jugado incluso en las rondas previas del torneo y a quien se expulsó del país para poder hacer después lo propio con el serbio evitando quedar en evidencia. Se trataba aquí de dar ejemplo de arbitrariedad. Y es Djokovic, quedándose, no obedeciendo las presuntas órdenes del primer policía de aduanas, exigiendo un abogado y defendiendo sus derechos, quien ha forzado que las cosas vuelvan al cauce de la burocracia, que es, al menos aquí, igualmente desesperante para todos, gobierno y ciudadanos.
Y eso es un favor a la tenista Renata, que se fue en silencio y se atreve ahora a alzar la voz, y yo diría que incluso a los australianos, por el valor que tienen, incluso para quien no las quiere, la igualdad ante la ley y las garantías del Estado de derecho.
No está bien eso de discriminar a la gente según sea más o menos famosos y según sean más o menos entusiastas de las leyes del país o de la ciencia moderna occidental. Este tipo de discriminación de la que hoy presumen los líderes de nuestras democracias se basa en un pretendido conocimiento científico que permitiría sustituir, quizás de una vez, la prudencia de la política por la certeza de la ciencia.
Es bonito, por decir algo, ver cómo son los expertos australianos quienes han ido cambiando los criterios y su interpretación según parecía convenir a la propaganda represiva del gobierno. Porque eso nos recuerda, por si hiciera falta, que todas las decisiones equivocadas, injustas, contraproducentes e incluso inconstitucionales que se han tomado durante la pandemia se han justificado basándose en un conocimiento científico que no era tal y que obligaba más a la prudencia de los gobernantes que a la fe ciega en la dictadura de los expertos.
De ahí que tantos se burlen ahora de las extrañas creencias de Djokovic y pretendan hacerlas pasar por un peligro público. Y sí, Djokovic está como una cabra, pero hay método en su locura. Se precisa de un tipo muy metódico de locura para estar luchando por ser el mejor tenista de la historia contra Federer y Nadal. Y es normal y comprensible que quien dedica prácticamente toda su vida al cuidado de su cuerpo sea un poco paranoico con lo que le mete y que no tenga esa fe tan ciega que tienen otros, y que reivindicaba Nadal, en “los que saben”.
Los que saben no saben tanto como creen y como creemos, y es bueno que alguien, de vez en cuando, nos lo recuerde. Está bien que lo haga dejando en evidencia la tensión que hay y tiene que haberla entre interés público y privado que la ciencia no puede resolver. La vacuna funciona en general, bien, pero eso no implica que sea indiscutiblemente buena ni conveniente para Djokovic. Especialmente si al final resulta que es cierto que ha pasado el Covid y conoce bien, por lo tanto, los efectos de la enfermedad sobre su propio cuerpo.
Es prudente preferir lo malo conocido, digamos, especialmente si te ha permitido seguir optando a la gloria, que los posibles efectos desconocidos de la vacuna, por aquello de que cada cuerpo es un mundo y porque a este nivel competitivo cualquier miocarditis, cualquier “pequeña molestia” o “pequeña secuela”, puede acabar definitivamente con una carrera.
El discurso de Djokovic y los suyos puede ser todo lo excéntrico e incluso equivocado que se quiera, pero su caso y nuestra pandemia nos recuerdan cuán fácil es que para acabar con discursos así y en defensa de la ciencia y la razón renunciemos a críticas legítimas, virtudes necesarias y derechos fundamentales. Acabe como acabe su caso, si Djokovic no hubiese hecho el ridículo, como decían; si no se hubiese comportado como un millonario excéntrico y malcriado, como decían; si no hubiese obligado al Estado australiano a escuchar y considerar sus solicitudes y demás, la arbitrariedad se hubiese impuesto por inercia, a la primera de cambio, y entre el estruendoso aplauso del mundo civilizado.
Así que sí. Djokovic es también nuestro héroe. A pesar de su padre, de su hermano, del nacionalismo serbio, de Nigel Farage, de las maguferías y hasta de su aversión al gluten. Nuestro héroe, incluso, a pesar de Novak. Porque en esta su batalla se demuestra que la calidad de la democracia se mide tanto por el respeto a la ley y a sus procedimientos como por la prudencia que exige y la excentricidad que está dispuesta a tolerar.