Corren malos tiempos para los sobraos. Que le pregunten si no al number one mundial del ramo, el serbio Novak Djokovic. Se ha pasado toda la pandemia haciendo de su capa un sayo, no ya negándose a vacunarse (en uso de su libertad individual, faltaría más) sino organizando todo tipo de eventos contagiadores que le han llevado a él mismo a infectarse ya un par de veces, según su propia declaración. Pero como eso no debía de bastarle para que el mundo vea lo chulo que es, no se le ha ocurrido nada mejor que poner a prueba la indulgencia de uno de los países que más férreamente han controlado los contagios en su territorio, y que coincide además que tiene durísimas leyes migratorias.
Ya ha tenido que pasarse unos días recluido en un hotel para inmigrantes irregulares, gastarse un pastizal en abogados, ver gravemente distorsionada su preparación para el Open de Australia de tenis y acumular dos cancelaciones de visado. A la hora de escribir estas líneas aún le cabe interponer recurso ante los tribunales contra la segunda decisión gubernativa dictada en su contra (más vueltas al taxímetro de los abogados), pero se expone a volver a verse encerrado tan pronto como se presente ante las autoridades de inmigración que han vuelto a citarlo.
Podrá pedir habeas corpus, o recurrir la decisión, o solicitar un visado cautelar (la cuenta corriente de los abogados sigue engordando); el caso es que aunque consiga salir el lunes a la pista a dar raquetazos lo hará a un precio y en unas condiciones que invitan a cualquiera provisto de un entendimiento mediano a preguntarse si no le habría convenido ser menos arrogante, dar menos cosas por sentadas y hasta dejarse pinchar como el noventa y tantos por ciento de los jugadores top de la ATP.
Todo lo dará por bueno, supone uno, si al final sus caros abogados consiguen resolverle la papeleta, juega sus partidos y acaba levantando su vigésimo primer título de Grand Slam. Ya se verá si lo consigue, pero aun en ese caso, y aunque se haya convertido en el nuevo ídolo de todos los antivacunas, todos los negacionistas y todos los anarcoliberales del orbe, en el empeño se habrá dejado un buen número de plumas. Y vendrán días más oscuros, en los que ni la juventud ni la fuerza ni el crédito que le dan hoy sus triunfos estén de su parte. Este episodio le perseguirá aún entonces, y no por cierto para favorecerle.
Otro sobrao notorio, el premier británico Boris Johnson, asiste estos días a su áspero y particular viacrucis, a cuenta de las francachelas que eran el pan cuasi diario de Downing Street mientras en el Reino Unido los hospitales reventaban, la reina Isabel II enviudaba y la ciudadanía soportaba confinamientos y restricciones. En sus escasas comparecencias públicas se le ha visto irreconocible: apagado, balbuceante, casi sonado. Qué fue, dónde quedó aquel engatusador inasequible al desaliento que arrancó a Gran Bretaña de la UE y arrasó luego en las urnas.
Ahora es un meme que perrea con una sensacional señora de color, en un vídeo que han filtrado sus enemigos para que termine de convertirse en el hazmerreír, mientras aquellos que le tienen ganas en su propio partido (y que son unos pocos) se aplican con entusiasmo a cavarle la fosa. De Djokovic no vamos a esperarlo, pero sorprende que un hombre tan bien educado en buenos colegios, y de contrastada cultura clásica, no recuerde aquel verso del Magnificat que conviene a todo hombre insigne tener siempre presente: Deposuit potentes de sede. Desposeyó a los poderosos de sus poltronas. A quien se jacta de ser y poder más que el resto es a quien más gusta de apear la divinidad.
Podría haber sido la pandemia una ocasión para aparcar actitudes narcisistas y pensar en el prójimo. Los fans de Nole y los que le quedan a Boris atestiguan que la hemos perdido.