A lo largo de la semana pasada, fui el periodista más feliz del mundo. Siempre he amado la bohemia. Siempre me gustaron los raros. Hasta un punto preocupante. Llegué a entrevistar al diputado socialista que se parece a Valle-Inclán como si fuera el mismísimo don Ramón. Paseamos juntos, al atardecer, por la ruta de Luces de Bohemia.
Mis compañeros de sección, unos puñeteros desalmados, se aprovecharon de esa circunstancia para hacerme creer que había descubierto el mejor botín. Llevaba yo unos días sin pasar por la redacción. Se pusieron de acuerdo y me convirtieron en víctima de la mejor broma de la Historia.
Antes de entrar en detalles, conviene poner sobre la mesa algunos datos. En caso contrario, el lector podría pensar que soy gilipollas. Y probablemente lo piense al alcanzar el punto final de esta columna, pero quiero intentar evitarlo.
El periodismo es una profesión inundada de malditos. Ya no ocurre como antes, cuando uno de ellos recorría los bares aledaños de la Puerta del Sol con su bebé muerto para pedir dinero. No son los tiempos de Las máscaras del héroe, ¡qué gran novela la de Juan Manuel de Prada!, pero siguen sucediendo cosas inimaginables, imposibles en una fábrica, un despacho de abogados o un banco.
Tuve un compañero, llamado Picalagartos, que vivía en un altillo de maletas. Conocí un editorialista que preparaba sus textos sentado en el retrete. Estreché la mano de un genio que le decía a su jefe que se iba al baño y en realidad se iba a casa. Tuvimos un becario que contagió a toda la sección de Opinión su adicción a una bebida isotónica con aroma a marihuana. Mi actual director confundía el ruido de los semáforos con el canto de un jilguero.
Una compañera, sin darse cuenta, le robó a un consejero de la empresa un abrigo de esos para combatir el frío soviético que, seguro, fue de Lenin o algo así y podría subastarse en una tienda de antigüedades [cuando cayó en el error, se lo devolvió].
Tuve un jefe que, antes de ir a la reunión de portada, motivaba a sus redactores al grito de “¡todos juntos a truñar!”. Otro, al poco de iniciarme en la profesión, quiso bautizarme como hace ochenta años: presentándome a unas rusas. Y un tercero, un día en que apareció el director encabronado preguntando por él, se tiró al suelo como una sardina y se escondió detrás de un mueble.
Le pedí a mi compañero Daniel Montero el teléfono del entonces alcalde de Madrid y me dio, con toda la seriedad posible, el del primer prostíbulo que encontró en internet. Una noche, en esta redacción, ¡a la hora del cierre!, ¡con todo el mundo aquí!, aparecieron dos ladrones. Saludaron, dieron las buenas noches y se llevaron los ordenadores más caros.
En ese contexto, creo, resulta verosímil que cayera como caí. Llegué a la redacción por la tarde y me dijeron: “Sabes lo de Miguelón, ¿no?”. No, no lo sabía. Miguelón es un compañero al que acabo de conocer. Me hablaron de su “sueño familiar”, del recuerdo nostálgico de su padre… del camión que estaba a punto de comprarse y con el que pretendía asistir, cada día, a su puesto de trabajo.
Negué hasta la saciedad, pero todos estaban al tanto de la broma y aportaban datos verosímiles. Miguelón estaba negociando, según Javier Corbacho, la compra del camión en una subasta de Totana, Murcia. Era un tráiler de veinticinco metros. Uno maldecía a Miguelón, como se suele maldecir en las redacciones: “Joder, yo quiero cobrar como Miguelón, que se va a comprar un camión”. Otro aseguró que Secretaría ya estaba apañando con el Ayuntamiento una plaza de aparcamiento a orillas del periódico.
Negué hasta la saciedad. ¿Cómo narices iba a presentarse Miguelón en el periódico con un puto tráiler de veinticinco metros? Ante la insistencia de mis compañeros, decidí escribir al propio Miguelón, que ese día no estaba en la redacción. Me contestó, literalmente: “Es un lío todo. El problema lo tengo para aparcar al lado de casa. Es completamente cierto, Dani”.
Aparentemente, Miguelón es un tío serio. De aspecto sobrio. Creí con toda mi alma. Porque tengo fe en el periodismo y en los malditos. A partir de ese momento, me puse a maquinar: una sección de entrevistas a bordo del camión, un paseo a los compañeros de sección, que Miguelón se anunciara con la bocina a su llegada…
Lo proponía en alto, entusiasmado, y todos ovacionaban. Pero no ovacionaban mis ideas, claro, sino mi candor. Mi radical ingenuidad. Lloraban de la risa. Creían que yo creía que Miguelón estaba a punto de convertirse en el único periodista de Europa que viajaba a su ordenador a bordo de un tráiler de veinticinco metros.
La cosa empezó a irse de las manos. Apareció, días más tarde, otro compañero que tampoco pisa mucho el periódico. Fui yo quien le contó lo de Miguelón. Tras varias carcajadas, negó. Negó tanto como hice yo. Pero acabó creyendo en el camión. ¡Porque, en el fondo, era verosímil! Además, como discurrió Cristian Campos, no hay nadie mejor para contar una trola que alguien que se la cree. Basta con mirar a la política.
Ese compañero corrió a informar de “lo de Miguelón” más allá de las fronteras de la sección de Política. La historia iba a circular como la pólvora. En un periódico, se lo juro, esto puede ser verdad. Marcos Ondarra, apiadado de que Miguelón fuera contemplado por sus nuevos compañeros como un chalado, nos sacó del error.
En ese instante, como el niño al que se le rompe un juguete el día de Reyes, agaché la cabeza. Me gustaría escribir que solté una lágrima. Porque nada me ha contrariado más este mes que la evaporación de tal sueño. Maldije a mis compañeros, a los artífices de la broma, pero luego, en el Metro, lo entendí todo.
El camión de Miguelón es el recordatorio para los días de flaqueza, el símbolo que hace cierto el tópico de García Márquez. Merece la pena creer en el periodismo. Porque el periodismo es la profesión más maravillosa del mundo. Y las redacciones, una tragedia de Shakespeare. Allí está todo: el amor, el odio, la envidia, el deseo, el éxito, el fracaso, la decepción, la alegría…
Me siento muy afortunado de haber creído en aquel tráiler de veinticinco metros. Y de que mis compañeros, en el fondo, también lo hicieran durante días. Porque eso significa, supongo, que todavía creo en el periodismo y quienes me rodean también.