Me siento huérfano. Probablemente porque mi generación vio tetas por todas partes en cuanto se puso los pantalones cortos y nunca se escandalizó. Vimos a mujeres amamantar a sus cachorros en las paradas de autobús. Y en esas mismas marquesinas también estaban los pechos envueltos en satén. Las tetas no nos dan miedo, pero tampoco nos hemos criado a lomos de la prohibición, en “busca de la teta perdida”, como aquellos Indiana Jones de los sesenta.
Mi tío José Mari lo vio todo. La esperanza malograda de la teta republicana, las tetas añoradas en la guerra [él participó en dos] y la ocultación franquista de la teta. El tío José Mari fue diplomático y novelista. Un novelista de los buenos, creo, porque cuando se iba a ir a dormir, se quejaba: “¡No puedo! Mis personajes siguen por ahí, ¡de copas!”.
Era un español que, acodado en sus embajadas, veía tetas cuando ningún otro podía hacerlo. Un buen día decidió dejar por escrito esa historia; la crónica de cuando aquellos que sentían verdadero pavor por las tetas tenían capacidad de prohibirlas. Acabo de encontrarla, ¡bendita casualidad!, entre sus papeles inéditos. Está escrita a máquina. Se titula “Tercio de tetas”. Y creo que resulta inapelable.
Corrían los años cincuenta y el tío José Mari concluyó que, con la excepción de las tetas prostibularias, miles de españoles, deseosos de esa redonda desconocida, acudían al Museo del Prado para dejarse embelesar por las “tetas amarillas” de los cuadros. Miraban, eso sí, “de soslayo”.
Hablaba incluso del “cortador de tetas” [una profesión “inventada en San Sebastián”], que supervisaba los corsés y los bañadores de las mujeres al grito de “¡más hierro! ¡Más hierro!”: “Las señoras, después, tiesas, dentro de su coselete de acero, se envolvían en un enorme albornoz de triple paño y se acercaban al agua. No podían nadar, era imposible y, además, si flotaban, era señal segura de que una teta se había escapado”.
En esa playa, en La Concha, una señora fue excomulgada porque una ola le descubrió una teta ante la mirada de un concejal demócrata cristiano. Y en las iglesias, la comunidad devota “rezaba por la salvación de señoras poseedoras de hermosísimas tetas imposibles de aplastar”. Pobre tío José Mari, era un romántico, se embarcó rumbo a Venezuela para convencer a Pilar, por el camino, de que se casara con él. ¡Y se quedó sin ver la teta gigante de Rigoberta Bandini!
Al tío José Mari le encantaba jugar con las palabras. Se dio cuenta de que la RAE definía [y todavía define] la teta como “un órgano glanduloso y saliente”. Tan “saliente” que “los curas se abalanzaron sobre los académicos”.
Pero Franco se percató de que la autarquía mamaria podía empujar a todo un país al precipicio. Cuenta el tío José Mari que el Concilio Vaticano II, principios de los sesenta, sirvió de excusa para promulgar cierto aperturismo. “La Iglesia vino a decir: ‘Ha sido un grave error. Las tetas existen y son redondas. Además, terminan en algo llamado pezón, muy parecido al cupulino de las catedrales ortodoxas. Por consiguiente, hijos míos, debemos reconstruir nuestra vida desde la teta y para la teta’. Vino entonces lo que se ha llamado la invasión oblicua”.
No te lo imaginas, tío José Mari: si llamaste a eso invasión, no sé cómo describirías lo que ahora sale en la tele, lo que circula por una cosa que se ha creado y que se llama “redes sociales”. Ese sitio, por cierto, está lleno de tetas, pero prohíben el pezón. El ateísmo de los grandes empresarios tecnológicos ha debido de cancelar a medias el Concilio Vaticano II.
Con las primas de Bjorn Börg, aquellas suecas luminosas, España descubrió que hay tantas tetas como mujeres. El tío José Mari, por fin, pudo dejar escrito su catálogo antropológico de la teta. Una suerte de darwinismo tetonil que no he visto superado en ninguna parte.
Está la “teta timbal”: “Tan andaluza, tan hermosa, temblorosa todavía de hombres”. Las “tetas-limón”, “tan excelentes para después del desayuno” [¿leyó esto la tía Pilar?]. “Y las famosas teticas navarras, que tanto entusiasmo despiertan a los coadjutores”. “Y las marmóreas, con su pezón-lápiz, que sirven para escribir auténticas cartas de amor”. Las había también [¡me desconciertas, tío José Mari!], “esponjosas, mágicas, que aparecen y desaparecen”; y las “tetas-disparo, tan peligrosas para los curas jóvenes”.
Quizá hayan pasado cuarenta o cincuenta años. Dicen que los grandes escritores son aquellos que, en cierto modo, anticipan el futuro con sus textos. “La teta está a la vanguardia en este país”, anotó el tío José Mari. Larga vida a la teta. “Satanás ha sido vencido por enésima vez”.