Recuerdo un día que me entró un apretón en el Congreso. Fui corriendo al baño y, cuando salí, no había nadie. Todo el mundo había desaparecido. Tuve miedo. Mientras aliviaba mis entrañas, se había puesto en marcha un simulacro de incendios. Me planté en la calle y allí estaban los diputados, ordenados en fila, como si de un ejército se tratara.
Me caía el sudor por la sien. Ese sudor frío que acompaña la gastroenteritis y que ahora me une a Alberto Casero. Si hubiese tenido que enviar mi crónica en ese instante de descomposición, probablemente hubiese rubricado alguna errata. Quizá, si hubiera tenido tan mala suerte como Casero, podría haber hurtado una hache al titular.
Pedro J. me habría matado. De hecho, Casero ha tenido bastante suerte. Lo imagino encerrado en casa, tirado en el suelo, rodeado de botellas de whisky, en calzoncillos, con Teodoro a su lado, combinando la bofetada con el abrazo, al más puro estilo Rocky: “Ni tú, ni yo, ni nadie golpea más fuerte que la vida, Alberto. Pero no importa lo fuerte que golpeas, sino lo fuerte que puedan golpearte. ¡Hay que soportar sin dejar de avanzar! ¡Así es como se gana!”.
El error de Alberto Casero –y el de Pablo Casado después– fue de comunicación. Lo del fallo informático no se lo creen ni los más acérrimos lugartenientes de las Nuevas Generaciones del PP. Casero, querido Alberto, debiste alzar la voz y gritar: “Fallé porque me estaba cagando. Erré porque me iba continuamente por la patilla de abajo”.
España se hubiese puesto en marcha con una cascada de solidaridad. Porque nada nos une más que la gastroenteritis. Cuando enfermamos, cagamos todos igual. Además, todavía existe cierta estigmatización de los apretones. Nadie los cuenta, nadie los relata. Fingimos mil excusas –la de una llamada de teléfono es la más habitual– para justificar nuestras ausencias repentinointestinales.
Y esa, ¡la marrón!, debió ser también la consigna del PP en la conversación con la presidenta del Congreso: “Meritxell, el diputado Casero la ha cagado porque no puede dejar de cagar. Se ha presentado aquí borracho de Fortasec, ¡déjale remendar su error!”. Créanme, Batet lo habría hecho.
Los periodistas expertos en tuberías dicen que Casero actúa como mamporrero del aparato en todas las provincias de España. Aseguran que se le investiga por presunta prevaricación en su etapa como alcalde de Trujillo. Pero la masa enfurecida no le ha ajusticiado por eso, sino por su condición física, su miopía y una sarta de infamias que no merece la pena reescribir.
También curiosamente, ¡todo esto es muy curioso!, se le linchó por un clamoroso error –manda narices, señor diputado; al ser la cosa tan seria, podía haber votado sentado en la taza, pero en realidad le entiendo, los caminos del apretón son inescrutables–, y no por su gestión política, que seguro ofrece material.
Tan supuestamente asqueados por los grandes males de la política… ¡y lo hemos asesinado con las peores técnicas del bullying escolar! Se les saltaban las lágrimas y las carcajadas a los mismos que, hace unas semanas, pedían grandes inversiones en salud mental.
Alberto Casero, dicen quienes le conocen, es algo así como un mártir de la brecha digital. Un hijo de la España vaciada que todavía no se ha familiarizado con los dispositivos del presente. El argumento también me parece endeble –¡es mucho mejor el de la gastroenteritis!–, pero resulta más eficaz que el del “fallo informático”. Teodoro podría haberlo utilizado para convocar una manifestación en favor de Casero participada por los ancianos que los bancos han abandonado en los pueblos más recónditos.
Este sábado, tras una comida con amigos en la que, por fortuna, los intestinos estuvieron en su sitio, a Patricia se le cayó el cinturón del abrigo. Al recogerlo, dije: “La soga de Casero”. Y me puse a imaginar una novela donde un diputado se ahorca tras ser sometido a una campaña tan grotesca. ¿Sería verosímil? Sí. Desgraciadamente lo sería.
Vivimos en la era de la mentira. Desconfío del político hasta un punto patológico, pero quiero creer que la gastroenteritis de Casero fue cierta. Por eso grito: ¡viva Alberto Casero! Los virus intestinales nos igualan mucho más que la clase social, el equipo de fútbol o la religión. Nos dejan desnudos. Generan empatía en lugares imposibles.
El error de Casero no fue cometer el error, sino ocultar desde el primer momento que falló por culpa de la gastroenteritis. Pero, ay Casero, si lo de la patilla no fue cierto… no te lo perdonaré jamás.