Si la semana pasada decía aquí que Pablo Casado era un dirigente atrapado en el romanticismo del moribundo bipartidismo, y que tal cosa no le podía procurar muchas alegrías, hoy se confirma tal extremo. La operación Castilla y León ha salido torcida.
Es más, siguiendo el principio de que la política es un cuento infantil tensionado para niños con derecho a voto, parece un grueso fracaso. Las aventuras requieren de inteligencia y de recursos. Ambos ingredientes eran sólo ilusiones a unas semanas de la cita electoral. Se trataba de retar y, por supuesto, ganar.
Y en los días cercanos al domingo hasta el más malo de los adivinos (no digo José Félix Tezanos, al que ya se le han descubierto todos los trucos) predecía una especie de carga de caballería en Crimea contra los rusos, mítico desastre militar de seiscientos y pico hijos de la Gran Bretaña en 1854.
Sin desviarnos a Rusia, nos queda averiguar a quién pretendía retar el PP en la comunidad autónoma que gobernaba con la placidez de quien tiene la casa aseada y en orden. Metido en un conflicto freudiano de oscuros cálculos y peores calores, el partido conservador apuesta fuerte contra todos, pero sobre todo contra él mismo.
Las ansias son siempre malas consejeras. Se supone la idea pepera de un tajo político al Gobierno (Pedro Sánchez), obviamente, y de un fratricidio (Vox), algo de más difícil cálculo, visto el engorde voxista que los resultados electorales van desprendiendo en cada comicio.
La última idea brillante que leo por ahí es la de repetir elecciones. Se conoce que esos 31 escaños les parecen demasiados a los de Casado y desearían perder alguno. Sánchez debe estar sonriéndose, ante tanta estulticia conservadora. No tiene mejor aliado, vista la manada de hienas de la que se ha rodeado en el Gobierno.
Así, la estrategia del PP respecto a Vox, ese hijo descarriado que, al final, está sacando buenas notas en los exámenes de derecha, se demuestra fallida. El partido de Santiago Abascal es ya un actor político ineludible, mal a quien pese. Aunque, creo yo, debería mantener a largo su virginidad, gobernar cuanto más tarde mejor. La fórmula madrileña del ni contigo ni sin ti que reclama Isabel Díaz Ayuso, vaya. El momento actual de Vox es la tierna adolescencia, cuando uno se siente inmortal porque el gran compromiso que guarda con la vida es la fuerza salvaje, la belleza rutilante que procura la testosterona.
Pero llegará el momento de la madurez, esa cosa detestable de tener que gastarse el dinero público en infraestructuras o negociar fiscalidades con una lejana autonomía. Un tema es irse de montería, recorrer a caballo la bonita meseta o acudir a los toros, y otra formar parte de la esfera cada vez peor vista de los gestores públicos. El Vox montaraz capitaliza hoy el imaginario más hispano, nacionalista dicen: la lengua imperial, la lidia, las señoras que van a misa, resumen estético de la derecha inmortal. Son arreos que están ahí, que siguen desafiando al tiempo. Que estaban todas ellas en el PP hasta que llegó Abascal. La izquierda lo llama franquismo sociológico.
Lo suyo podría denominarse franquismo melancólico: ha desenterrado al dictador, habla en cuanto puede de la Iglesia, de los latifundistas, de los cazadores y de una vieja Castilla “miedosa y desconfiada”. Parecería un deseo irracional de volver a Los santos inocentes de Miguel Delibes. Actúa ya sólo como un factor de descomposición moral, cuando no intelectual. Un monstruo ideológico, puesto que su labor de gestión es sencillamente calamitosa.
Además, creo que no se ha enterado de nada. La etiqueta ultraderecha (rescate de aquel “¡que viene la derecha!” de un encendido Alfonso Guerra con pinganillo en los mítines) no tardará en ser inoperativa. Y esta izquierda superior (recuerda tanto a la superioridad del nacionalismo noucentista catalán o a la craneal del PNV de Xabier Arzalluz) se agotará irremediablemente. En cuanto el PP integre a Vox en pactos estables, con reparto de carteras quiero decir. Un rito de paso que los de Abascal deberán efectuar, tarde o temprano, y que en cualquier caso parece cercano, a tenor de la “cara de vicepresidente” que vio el líder de Vox en su candidato Juan García-Gallardo.
A no ser que en Génova sigan con sus ocurrencias y regalen a Sánchez cuatro años más de despacho monclovita. No lo descartemos.