La gente no es tonta, pero a veces coincide que a Vladímir Putin le da por invadir Ucrania y a la izquierda auténtica, por manifestarse en contra de la OTAN. Y cuando esto pasa, es maravilloso ver con qué seriedad y con qué aplomo y con qué voz grave afrontan la coincidencia.
Ver cómo los mismísimos demagogos de Twitter que a cualquiera le llaman chorizo o asesino se ponen ahora muy serios y como súper rigurosos al hablar de Putin y de Rusia y su historia, muy compleja e interesante, y te sacan mapas como si fuesen Enric Juliana, y te sacan atlas y te sacan hasta resoluciones de Naciones Unidas y notas al pie de viejos tratados internacionales.
A los tontos de verdad nos pasa un poco lo contrario. Normalmente, tendemos a complicarnos inútilmente porque no damos para más claridad ni concisión, pero la guerra nos idiotiza. Nos aporta una enorme claridad moral e intelectual.
Y ahora mismo con un par de tópicos ya nos bastamos. Que si vis pacem, para bellum, por ejemplo. Y que las guerras hay que ganarlas, como todas las finales. A nosotros la guerra nos recuerda lecciones como que el mal existe y que no basta con ser buenos para evitarlo, sino que demasiado a menudo sucede justo lo contrario.
Son lecciones tan básicas que cualquier niño las aprende solito en cualquier patio de cualquier colegio. De tan simples que son, supongo que las vamos olvidando a medida que se nos sofistican las lecturas, las reflexiones y el ego tuitero.
Como de tan tontos parecemos buenos, nosotros no elegimos a nadie como enemigo. Pero si lo hiciéramos, no hubiésemos elegido a Putin. Que hasta los tontos tenemos tope. Pero nos basta con que alguien nos amenace para entender que nuestra posición sobre la guerra la determina la trayectoria de los misiles.
Y cuando nos vemos sobrepasados por la complejidad de la situación nos conformamos con quedarnos con la duda de por qué será que cuesta tanto y da tanto susto tratar de vivir en libertad al lado de Rusia o si el imperialismo no era, precisamente, esto de amenazar, invadir o controlar países vecinos con dirigentes títeres.
Pero ya digo que esto es lo que nos pasa a nosotros, los tontos. La gente no es tonta y no se conforma con tan poco y necesita y busca y siempre encuentra las causas últimas, las más profundas, de las situaciones más complejas. Y, como no podía ser de otro modo, las encuentran.
Y uno habla de lo bajo que está el IRPF ruso y el otro de lo buenos que son los polvorones de la estepa y el de más allá de la infancia de Putin, porque quien busca en lo más profundo siempre acaba encontrando sus más profundos prejuicios.
Para la gente, la invasión que anteayer era imposible ayer ya era inevitable y mañana será lamentable, pero nunca será tan culpa de Putin como de quienes no le dejaron otra opción.
Es el mismo argumento de siempre, el que lamenta, pero no condena, porque condenar supondría culpar a alguien, responsabilizar a alguien, que en el fondo no es más que el ejecutor último del inapelable mandato de la historia. De sus fuerzas ocultas y de sus profundas y ancestrales luchas de intereses, comprensibles sólo para los expertos y politólogos que no estén a sueldo de los medios de la derecha, de Soros y demás.
Por eso se remontan a Lenin para explicar la situación actual en Rusia, del mismo modo, aunque con más razón, a como se remontan al colonialismo para explicar la situación de Hispanoamérica. Es una suerte de paternalismo, que roza en algunos casos el racismo, y que consiste en asumir que lo que con tanto ahínco, urgencia y exageración exigen aquí y para anteayer son incapaces siquiera de imaginarlo ni remotamente posible en esos países, pobres víctimas de las circunstancias.
En esos países, para esos tiranos, el pasado es siempre excusa de cualquier barbaridad, mientras que para nosotros es siempre condena, incluso por nuestras virtudes democráticas, liberales, tolerantes y demás. Será porque de momento seguimos siendo los vencedores de la historia. Pero eso tiene fácil solución si Putin se ve forzado y sin remedio a apretar el botoncito rojo.
A veces parece que a la gente, que no es tonta, le gustan más los dictadores que a nosotros un lápiz, pero la realidad es siempre más compleja. No es que les gusten más, es que los entienden mejor. Porque entienden mejor que nosotros las fuerzas ocultas que los mueven. O, al menos, entienden mejor que estas fuerzas existen.
Por eso pueden decir de Putin que “no tenía alternativa”. Es una forma de fe. De mala fe, diría Sartre, otro entusiasta de la URSS. Pero esta fe, esta especie de materialismo histórico como de blandiblú, les basta y les sobra para poner muy serio el semblante y venir a explicarnos que las cosas no son tan simples, y que la historia se mueve por intereses y demás, y que todas las barbaridades que cometan los suyos quedan perdonadas.
Lamentadas quizás, pero más tarde, cuando toque, cuando estemos más maduros y las heridas hayan cicatrizado y todas las víctimas puedan ser tenidas en cuenta y demás cursiladas, pero perdonadas. Porque la gente no es tonta y todo lo entiende, y porque tout comprendre c’est tout pardonner.