Corren muy malos tiempos y cuanto antes nos hagamos a la idea más capaces seremos de contener los daños. Al final, las corrientes más oscuras del pensamiento humano han logrado desbaratar buena parte de los progresos que la ilustración y el escarmiento habían propiciado en décadas anteriores. Bien es cierto que esos progresos se habían dejado sentir principalmente en una porción del mundo, esa que entre otros habitamos los europeos, y que nunca impidieron que la barbarie sacudiera a otros, a menudo con nuestra connivencia o intervención. Sin embargo, existía una tendencia a la contención y la racionalidad que la feroz invasión de Ucrania ha quebrado abruptamente.
Vladímir Putin representa esa especie de maximalismo devastador que tanto proliferó en el siglo pasado, con resultado catastrófico, y que alguno, ingenuamente, creía que había quedado atrás. Ha tenido más de veinte años para ejercitarlo sin traba en su país y en su área de influencia, hasta que ha decidido extenderlo a una sociedad, la ucraniana, que no estaba dispuesta a someterse. Y ante la resistencia ha reaccionado como suelen los tiranos a los que inspiran ideas innegociables: con un estallido de cólera.
Lo malo es que ese maximalismo y su ruda concepción de la vida también se han infiltrado en nuestras sociedades abiertas, lo que explica las simpatías que Putin inspiró en el pasado a esos que ahora se cuidan de recordarlo o incluso borran tuits para que no se les asocie con él. Véase el secesionismo catalán, que no dudó en invocar el auxilio del déspota de Moscú y sus bots, o nuestra derecha más atrabiliaria, que salivaba ante la virilidad con que el exagente del KGB defendía a la Santa Madre Rusia. Qué malos consejeros son los ardores patrióticos excesivos.
Y ojalá fueran los únicos. Habrá que recordar también, aunque escueza, que Putin y su tapiz de oligarcas afines se han beneficiado de todas las facilidades del mundo para recurrir a nuestras hermosas lavanderías, donde han podido blanquear sin traba el dinero obtenido del expolio de la riqueza de los rusos, ese pueblo que en buena proporción vive todavía en condiciones casi colindantes con el subdesarrollo. Vale lo dicho para la City londinense (en su dimensión financiera y en la más tangible del ladrillo apilado a orillas del Támesis), lo que quizá ayude a entender el brexit tan denodadamente procurado por el inefable Boris Johnson. Pero también para nuestra Marbella, donde las villas de lujo se han estado despachando como rosquillas.
En esta misma línea, de complicidad con el bárbaro, se ha de leer, les guste o no, el arrastrar de pies que desde una parte de la izquierda patria se hace ante la más bien tímida y medida reacción de los Gobiernos europeos, incluido el nuestro, frente a la brutal agresión rusa contra Ucrania. Clamar por abstenerse de oponer a las bombas y el atropello de un pueblo otra cosa que vaporosos llamamientos a la paz no es más que hacerle sitio en el patio al matón para que termine de apalear bien a todos los niños que tengan la desgracia de cruzarse en su camino. Ellos sabrán por qué lo hacen. También lo sabe Nicolás Maduro.
Y, dicho sea de paso, también sabrán quienes se oponen al envío de armas desde un sillón ministerial cómo pueden seguir formando parte de un gabinete con el que discrepan en algo tan crucial y existencial como la guerra y la implicación en ella. Tal vez tenga que ver con ese olorcillo casi narcótico de la tapicería del coche oficial. Ya sabrán los electores valorar su actitud.
En definitiva, que Putin no ha estado ni está solo, y que si queremos tener alguna esperanza de salir bien librados en la larga guerra a la que nos invita, más vale que acertemos a trocar la reyerta fanatizada entre nosotros, que tan bien le ha venido, por una reconciliación en torno a la decencia y la civilización.