Se llamaba David. Lo supe al poco de publicar aquel artículo. El niño con cáncer que se despedía de sus amigos en el McDonald's junto al hospital de La Paz se llamaba David. Me lo dijo él a través de un correo electrónico. Se enteró hablando con una profesora: “Soy yo, estoy seguro. Aparecen mis calcetines rosas”.
David se ponía unos calcetines rosas de su madre porque tenía frío en los pies cuando paseaba en silla de ruedas. Así lo vi aparecer en la hamburguesería: pálido, con los ojos llorosos y una bomba de morfina. El abrazo a sus amigos fue, y no miento, la imagen más poderosa que jamás he visto.
“Hola soy el niño de los calcetines rosas. He llegado a leer tu escrito y sinceramente me hiciste recordar cada momento. Lo describiste de una manera sin igual. Casi me hiciste llorar, solo quería decirte gracias y por cierto tengo 17 años (yo le había echado quince). Si quieres podemos hacer una entrevista. A mí me encantaría poder hablar contigo en persona. Gracias y un abrazo de un niño con los calcetines rosas”, decía su mensaje.
David murió el 2 de marzo a las 12:15. Me pidió, en ese y otros mensajes, que contara su historia. Voy a intentarlo. Nunca pudimos vernos. Las operaciones no salían bien, sus fuerzas se iban extraviando. Me parece imposible que David no pueda ver este texto que tanta ilusión le hacía.
David encontró el hilo de Twitter que alimentó el primer artículo y leyó ese muro de las lamentaciones del cáncer cimentado en miles de testimonios. El abrazo a sus amigos construyó en los demás una suerte de carpe diem alejado del tópico, palpitante y lleno de verdad.
Además de la entrevista, le dije que “estaba ahí para lo que necesitase”. Me respondió: “Estoy buscando novia. ¿Me presentas a alguna de tus amigas?”. Me quedé noqueado y el tío se partió de risa viendo que su broma había colado. Volvió a hacerlo cuando le mandé una foto de mis calcetines rosas, que me puse el día de su operación: “Muchas gracias, pero la operación importante es el miércoles”. Luego se echó a reír.
Con David aprendí que las cosas no siempre salen bien. En realidad, aprendí que las cosas no salen bien ni siquiera cuando se trata de un niño y su enfermedad. Eso, en el fondo, lo sabía por la televisión y por las películas, pero no en carne propia.
Aprendí que hay que mandar ánimo y fuerza. No me atreví a decirle que “todo saldría bien”. Porque él de sobra sabía que nada iba a salir bien. “Ya estoy a punto de ir al quirófano. Y una cosa: me gustaría que escribieras algo cuando nos veamos”, me repitió. Ahí sí le prometí que eso sucedería, creí que estaba en mi mano, pero me equivoqué.
Ya no sé si la infancia significa algo. No sé de qué sirve la niñez. El día de la “operación importante”, David me mandó un audio explicándome por qué “todo había salido mal”. David había aprendido mucho. Lo sabía todo acerca de su enfermedad. Hablaba como un oncólogo. Sabía incluso, como los periodistas, que conviene poner ejemplos cotidianos a los conceptos complejos para que el lector (en aquel caso yo) los entienda. “Tengo un tumor del tamaño de una pelota de rugby. Está en la pelvis y no se puede operar”.
Iba andando por la Gran Vía cuando escuché eso de “pelota de rugby”. Cogí aire. Volvieron a temblarme las piernas. Cuando me repuse, llamé a su familia, a la que había conocido durante la gestión del permiso para publicar la entrevista que nunca se hizo (David era menor de edad).
Me contaron que lo suyo era un osteosarcoma muy agresivo, que sintió los primeros dolores en agosto de 2020, que ingresó con urgencia por sospecha de un tumor en marzo de 2021. Que su oncólogo, en junio de ese año, le dio entre dos y doce meses de vida. La ciencia, eso lo supe el pasado 2 de marzo, a veces es exacta.
La familia de David me aconsejó que hablara con él con “total naturalidad”. “Ha trabajado mucho. No te puedes ni imaginar la madurez que ha alcanzado. Sabe lo que viene y, aunque tiene momentos de negación, lo está enfrentando muy bien”.
Yo les creí porque había visto a David con sus amigos en el McDonald's de La Paz. Vi con mis propios ojos cómo, ante su silencio, proclamaba: “Yo no comparto esa teoría que dice que sólo puede existir un mejor amigo. Todos vosotros sois lo mejor que me ha pasado en la vida”.
Pasaban las semanas. Llegó la Navidad y David me dijo que no fue un buen día. Sé que es absurdo, que la magia y los cuentos de nada sirven, pero yo tuve la esperanza de que ese 25 de diciembre fuera mejor. Pero no lo fue. Tampoco el siguiente. Ni la Nochevieja, ni el día de Reyes. “Tengo más dolor que ayer”, me contaba.
Cuando yo tenía la edad de David y sentía miedo, mi madre me decía: “Todo va a ir bien”. Y siempre acertaba. Pero David no podía hacer eso. ¿Cómo es el mundo cuando un niño no puede escuchar un “todo va a ir bien” de boca de su madre? ¿Y cómo es el mundo cuando una madre no puede decirle eso a su hijo? No lo sabemos. Sólo ellos lo saben.
David, campeón, no sé imaginar la vida después de la muerte. Qué tontería. Ni siquiera sé si hay vida después de la muerte. A veces, por la noche, cuando las luces se apagan, lo pienso. Y me acuerdo de ti. Te confieso que, en esos momentos, tengo miedo. Pero antes de irte, me dejaste un regalo. Nos dejaste un regalo a todos. Era el fuego necesario para contar tu historia. Ahí va.
Sabías que te ibas y llamaste de nuevo a tus amigos. Esta vez ya no pudo ser en el McDonald's. Se presentaron con unas pizzas en tu habitación para celebrar tu cumpleaños, que era en mayo, pero que ya ha quedado instalado para siempre el 27 de febrero. ¡Cumpliste los 18!
Me lo está contando por teléfono tu amigo Adrián, que estuvo allí. Te encontraron sin fuerzas, muy dormido. Pero al verles a todos abriste los ojos, te incorporaste un poco y los abrazaste de nuevo. Eso es para mí la épica. Un gesto que, con las fuerzas que tenías y a punto de sedación, se antojaba imposible. Un gesto que ningún médico habría adivinado.
Les dijiste que no querías morir. Y yo, como tus amigos, pienso que nada de esto tiene sentido, que la mala suerte no debería conquistar estos territorios. Que pudimos haber sido cualquiera de nosotros. David, te has muerto con muchas ganas de vivir, con mucha gente a tu lado que quería que siguieras viviendo. Con tu familia dispuesta a dar su vida por la tuya.
Adrián me dice que antes de la quimio tenías el pelo “a lo afro”, que te reías mucho cuando te colocaban un lápiz o un boli entre los rizos sin que te dieras cuenta. Que te encantaban los videojuegos, que te gustaba salir con tus amigos la noche de Halloween, que les ocultaste la enfermedad hasta muy tarde para no preocuparles, que sólo al final les dijiste que “el dolor era tanto como si se te partieran las piernas”, que ni siquiera la morfina te libraba del sufrimiento.
Con 17 años, recordasteis lo mejor de vuestra vida. No le pregunto a Adrián qué dijiste, tampoco qué te dijeron. Ese instante es vuestro. Sólo vuestro. Una vez escuché a alguien decir que el amor es lo único que queda, que esa es la verdadera vida después de la muerte, lo que nunca desaparece. Imagino que hablaba de momentos como ese.
Adrián me dice que, al final, quisiste despedirlos uno a uno. Pero después, justo antes de que se cerrara la puerta, les hiciste prometerte algo. No tener miedo a la hora de morir, porque tú les confesaste tener muchísimo miedo y no querías eso para ellos.
Yo también tengo mucho miedo, David. Lo tendré siempre. Hasta el final. Pero te prometo, igual que tus amigos, que cerraré los puños. Me acordaré de ti. Esta es tu historia. Muchas gracias por haberme dejado transitar un trocito de tu camino.