Nosotros, los neuróticos, somos gente de una pasta especial. Gente rara, y que me perdonen los neuróticos si leen esta columna. De tres años a esta parte vivo en una constante desazón. Seguramente estas cosas me vienen de las monjas, pero no las puedo remediar. No es que tiemble pensando en el infierno, tampoco es eso. Se trata de una acumulación de síntomas como derroche de adrenalina, sudores fríos, taquicardia, boca seca y vértigo.
Todo empezó con una angina de pecho que me llevó de cabeza al hospital la misma noche de fin de año. Ahora que lo pienso, no sé si era angina de pecho o infarto, aunque a mí me parece más poético lo de la angina de pecho, pues me veo como si fuera un arcángel haciéndose el harakiri.
A partir de aquel día iba regularmente al hospital en el coche de San Fernando, un ratito a pie y otro andando, hasta que llegó la Covid (o el coronavirus, que decíamos entonces) y todo fue a peor.
Era la primera estación del via crucis, que a su vez también era el preludio de una apoteósica borrasca a la que pusieron por nombre Filomena. Parece que la estoy viendo. Las ramas de los árboles crujían por el peso de la nieve y los alerones de los tejados se desplomaban en las aceras.
Expandida la Covid por todas partes, el mundo se volvió loco. Cientos de muertos se apiñaban en improvisadas neveras, listos para ser enterrados. Jamás habíamos visto nada igual. Con el verano ya encima, nos llegó la noticia de que los talibanes habían tomado Afganistán. Telediario tras telediario asistimos a una pesadilla que nos encogía el corazón. Un éxodo más a sumar en la ya larga lista de éxodos. El aeropuerto de Kabul se convertía así en la puerta trasera del exilio.
Mientras el terror caía con cuentagotas, aquí asistíamos a una novedad. En la isla canaria de La Palma, un volcán llamado Cumbre Vieja ofrecía al mundo un espectáculo de proporciones insólitas. Tres largos meses tardó en vaciar el fuego de sus tripas. Una dorsal montañosa reunía varios conos volcánicos que se pasaban el día escupiendo lava.
El volcán hizo erupción en septiembre de 2021 y 85 días más tarde se durmió, dejando pueblos sepultados en ceniza. La Palma se quedó entonces como la mujer de Lot, petrificada y ausente.
Pero el mundo no ha parado de dar vueltas, horrorizado ante las calamidades que se suceden.
Hoy (por ayer), Día de la Mujer, hace una semana que Vladímir Putin invadió Ucrania. Un chorreo de hombres rusos y ucranianos hacen la guerra sembrando un rastro de cadáveres. Los hombres combaten y las mujeres caminan por la orilla de la carretera con un crío en brazos. Son mujeres que tienen otra forma de combatir, mujeres que no celebran el Día de la Mujer, mujeres que son carne de éxodo.
En la cocina leo el periódico y contemplo las fotos de la guerra. La mujer que ayuda en la casa lee en voz alta los titulares y suspira espantada. Luego se santigua al modo ortodoxo varias veces, tantas como soldados muertos hay en la foto. Luego reza por Volodymyr Zelenski, que ya ha sufrido tres intentos de asesinato.
Que Dios lo proteja.