Resulta a quien esto escribe fascinante la facilidad con la que algunos, frente a un conflicto bélico como el que en estos momentos arrasa Ucrania, se las arreglan para proveerse y ser a su vez proveedores de certezas confortadoras. Son exégetas del horror y virtuosos de la prospectiva, que siempre encuentran el modo de llevar el agua a su molino y de extraer de los bombazos, las amenazas y los destrozos provocados por esta guerra una confirmación cumplida e inapelable de cuanto ya pensaban.
Opinadores que se arrojan por la pendiente del belicismo sin frenos o por el contrario se evacúan a sí mismos al limbo plácido del pacifismo de florecitas, mientras las mujeres y los niños tiemblan aterrorizados en los refugios o los muchachos y los que ya no lo son se cuelgan un fusil al hombro para salir a enfrentarse a los sanguinarios mercenarios chechenos. Pasma que alguien lo tenga tan claro ante situaciones que estremecen y perturban a cualquiera con alguna empatía hacia el prójimo.
Otros, en cambio, vamos acumulando dudas, cada vez más incómodas. No afectan a lo principal: que un autócrata que tiene secuestrado el poder en su país ha decidido atacar a un pueblo y que este demuestra, dando una lección de dignidad con pocos precedentes, que tiene la voluntad de ser lo que es y, por encima de todo, de no ser parte de la granja de mentes prisioneras en que se ha acabado convirtiendo la Rusia de Vladímir Putin. Ahora bien, constatada sobradamente esa premisa, lo arduo es resolver qué puede y debe hacerse para parar este desastre. Permítaseme enumerar alguna de las dudas que sobrevuelan la cuestión.
Primera: ¿Existe alguna posibilidad de reconducir a la razón a un ultranacionalista airado que tiene un botón nuclear?
Segunda: ¿Servirá la resistencia heroica de ciudades como Mariúpol como ejemplo moral para el resto, o por el contrario su destrucción inclemente minará la moral de Kiev o de Járkov?
Tercera: ¿Lograrán el valor de los ucranianos y la eficacia de las armas occidentales crearles a los rusos las dificultades suficientes para que Putin se avenga a negociar, o sólo servirán para redoblar la rabia con que desea aniquilar a Ucrania?
Cuarta: ¿Es creíble una Europa que sigue recibiendo cada mañana el gas ruso y que cada noche lo paga religiosamente?
Quinta: ¿Puede ganarse una guerra con un apoyo limitado frente a quien está dispuesto a traspasar todos los límites?
Sexta: ¿Tiene alguna posibilidad la Unión Europea (UE) de oponer al desafío ruso una respuesta eficaz, puntual y disuasoria, cuando debe consensuar cada movimiento entre veintisiete gobiernos?
Séptima: ¿Qué pesa más en la balanza para China, seguir haciendo negocios como hasta ahora con Occidente o asegurarse suministro energético ventajoso de una Rusia postrada, aislada y reducida en la práctica a la condición de tributaria suya?
Octava: ¿Es esta crisis la ocasión para fraguar la unión real y efectiva de Europa en torno a sus valores, que los ucranianos están defendiendo como pocos europeos estarían dispuestos a hacerlo, o la prueba de que esa unión es una ensoñación?
Novena: ¿Aprenderemos de esta los europeos, y en especial los españoles, que la libertad y los derechos de que disfrutamos sólo se garantizan si hay ciudadanos dispuestos al sacrificio por la comunidad, y que el menosprecio sistemático de su condición y del oficio de las armas es un necio alarde de incivismo?
Décima: ¿Contamos, ante la peor crisis en seis décadas, con unos líderes lo bastante capacitados y honestos para propiciar una solución que sea a la vez inteligente, duradera y justa?
Son diez, pero podrían formularse otras veinte o treinta. Tantas incertidumbres nos abocan a ir viendo cómo evolucionan los acontecimientos. Y a abstenernos de hacer pronósticos.
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