Nos acercábamos al Palace en un coche tan viejo que parecíamos tramar un atentado. Siempre lo metíamos en un parking algo lejano para evitar la mirada de la policía, que acordonaba la puerta del hotel en los días más importantes. A más poder, más agentes.
El otro becario y yo acabábamos de llegar a Madrid desde Pamplona. Éramos eso, "Pamplona", como el de La casa de papel. El jefe de la sección nos explicó el formato con muy pocas palabras, porque los buenos jefes de sección suelen utilizar muy pocas palabras: "Vais, desayunáis, os presentáis a la gente y mandáis la crónica". En ese orden.
Total, que empezamos a ir al Palace una o dos veces por semana. Luego descubrimos que los desayunos informativos también se hacen en el Ritz, en el Real Casino, en el Villa Magna… Nos presentábamos allí casi imberbes, pero con americana. A nadie le preguntaban el nombre y el cargo, pero a nosotros sí. Hasta que comenzamos a ponernos pañuelo en la solapa. Desde entonces, nadie se atrevió a preguntarnos nada.
Son mesas redondas, con platos repletos de comida en el centro. Dulce y salado. Bocaditos pequeños, delicados. Luego ya uno pide el café o el té. Por supuesto en tazas de porcelana. A mí me recordaba a cuando mi abuela decía: "Hoy es un día especial, podéis pasar al salón". Mientras tanto, en la tribuna, alguien da un discurso: ministros, candidatos, empresarios del IBEX. El poder.
Nos dimos cuenta ya el primer día. En los desayunos informativos nadie desayuna. Lo supimos cuando nos vimos, radicalmente solos, con la servilleta en las piernas, combinando el zumo con el cruasán, el canapé de salmón con el té, la piña recién cortada con "otro zumo, por favor, muy amable, gracias".
Desde nuestra mesa, todas las veces, nosotros mirábamos a la tribuna, y gran parte del público nos miraba a nosotros. Ese público, con la excepción de la prensa, también suele ser poderoso. Ministros, candidatos, empresarios del IBEX. El poder. ¡Pero el poder ya ha desayunado! Porque ninguno prueba, ninguno pica, ninguno mancha el plato. Se toman el café, ¡pero ni siquiera se mojan los labios con el zumo! Que, claro, es natural, exprimido.
A la salida, uno de esos días, le preguntamos a un político veterano, de los que llevan no-desayunando veinte o treinta años: "Oiga, ¿por qué aquí nadie come?". Nos vino a decir que era de mala educación, que la influencia no se puede conservar mientras se mastica.
Nosotros, que teníamos veinte años, encontramos en esa respuesta todavía más razones para comer. Había más migas que apuntes en nuestras libretas. ¡No habíamos desayunado así en la puñetera vida! Éramos los imitadores contemporáneos de Max Estrella. Encontrábamos en aquellos bollitos el complemento perfecto, por lo dulce, a nuestro sueldo miserable.
Hoy, diez años después, continuamos yendo a esos desayunos. Nos sentimos muy orgullosos de seguir comiendo. Es nuestro desafío al sistema. Bien es cierto que procuramos manchar menos, no hacer ruido y mantener limpios los cuadernos.
Hemos desatado, además, una pequeña gran revolución. Me percaté el otro día en el Ritz. Algunos, a nuestro lado, empezaban a comer tímidamente. ¡Cómo se iban a quedar en el plato aquellos cruasanes rellenos de crema! ¡Aquellas tostadas de tomate con jamón ibérico!
Picalagartos, mi amigo bohemio, se pasó el videojuego entero. Calzado el traje, se presentaba incluso en los desayunos que nada tenían que ver con sus intereses: el petróleo en Argelia, la diplomacia en Reino Unido, la OTAN… Solía participar en el turno de preguntas para no levantar sospechas. Desayunó gratis durante años. Incluso descubrió unas cenas similares a las que también iba.
Qué pena me dio la jefa de prensa de un importantísimo partido el día que, en una esquina, me confesó: "No me ha dado tiempo de desayunar en casa y aquí prefiero no hacerlo". Yo le miraba, incrédulo, con la boca llena. Después, como hay confianza, le dije: "Que no desayunéis aquí cuando venís es la mayor gilipollez que he visto en mi vida". Ella asintió, mientras el camarero se llevaba de vuelta a la cocina todos los platos sin tocar.
De un tiempo a esta parte, me he dedicado a sacar este tema de conversación (el del no-desayuno en los desayunos informativos) con los asistentes a los que me une cierta complicidad. Todos tienen miedo, todos se van con hambre. Todos se lamentan, en sus despachos, de no haber probado bocado.
Esta historia puede resultar muy divertida, y lo es, pero la diversión suele tener una cara oscura. En este caso, el derroche. No estuvo fino Pablo Iglesias. Ni siquiera cuando fue él quien habló desde la tribuna. Un vídeo de todos esos camareros llevando la comida a la basura ante la indolencia de "la casta" habría dado a Podemos más de cien escaños.
La mayoría de veces en que se llama a tumbar "el sistema" nos encontramos argumentos absurdos, mitificaciones y chorradas. Pero en este caso hablamos de un vicio cristalino del sistema que lleva prolongándose desde la Transición.
Y no, la solución no pasa por abolir estos desayunos informativos, ¡piensen en todos esos becarios que llegamos de provincias! La solución, ¡maldita sea!, es desayunar cuando se asiste a un desayuno.
Concejales, diputados, ministros, empresarios, ¡despertad! Uníos a esta revolución. Sé que conformáis, temerosamente, una gran mayoría silenciosa. Empezad a hacer ruido, empezad a masticar. Porque entonces, y sólo entonces, os apareceréis ante vuestros votantes como "gente de la calle".