Durante mi época de universitario en La Habana, en el remoto entonces en el que la Física Nuclear centraba mi atención, aprendíamos las leyes y ecuaciones con dos nombres.
Casi la totalidad de los fenómenos físicos que estudiábamos habían sido descubiertos paralela e independientemente por científicos a ambos lados del palpable telón de acero que aún dividía el planeta en los años 80. La ciencia se duplicaba, los esfuerzos se dividían y las aplicaciones con frecuencia mostraban su peor cara B.
Varios son los ejemplos a mencionar y sobre quienes nosotros, los de entonces, hacíamos chanzas diversas. Recuerdo el caso del estadounidense Stephen Cook y el soviético Leonid Levin; ellos demostraron de forma independiente el teorema de Cook-Levin, un resultado de la teoría de la complejidad computacional.
Levin no estaba al tanto del logro de Cook debido a las dificultades de comunicación entre el Bloque del Este y Occidente durante la Guerra Fría. Por estas razones el trabajo de Levin no fue conocido en Occidente hasta cinco años después de haberlo realizado.
Otro ejemplo fue el precursor de lo que hoy conocemos como láser: el máser. Este artilugio fue concebido por científicos soviéticos en 1952 y construido de forma independiente en la Universidad de Columbia, Nueva York, en 1953.
Los autores a ambos lados del telón estaban convencidos de ser los primeros. Uno de nuestros chistes favoritos era decir que Popov inventó la radio sintonizando la BBC de Londres, en clara alusión a la poca comunicación existente entre los científicos de la época.
Con la caída del Muro de Berlín comenzó un proceso de globalización de la ciencia que ha tenido sus buenos frutos. Hoy los científicos estamos conectados, nuestros laboratorios intercambian recursos y experiencias.
En breve, Jaime, uno de mis doctorandos, se irá a Estados Unidos para aprender un procedimiento que aquí no tenemos a punto.
Ana, una colaboradora francesa, planea una estancia en mi instituto para poder usar el Citómetro Espectral que recientemente adquirimos. La lista puede ser enorme.
De esta manera se avanza más rápido. Está claro que no se ha eliminado la competencia. Ser el primero en describir, descubrir, arrancar un secreto a la naturaleza sigue siendo una buena droga a la que somos adictos, mas evitamos la duplicación infinita de esfuerzos y el secretismo propio de las hegemonías.
Sin embargo, cuando todo parecía seguir fluyendo aparece de nuevo el fantasma del Medioevo. La guerra, o quizá haya que llamarla directamente la invasión de Rusia a Ucrania, acarrea mucho más que los problemas que se aprecian a simple vista. El mundo científico está sintiendo las consecuencias de su despropósito y esto no ha hecho más que empezar.
Hace poco, el astrofísico e historiador español David Barrado me comentaba que la misión Euclid de la Agencia Espacial Europea se retrasa sine die porque no hay lanzador disponible debido al conflicto con Rusia. Este proyecto tiene como objetivo estudiar el origen de la llamada energía oscura del universo, un campo fascinante que nos ayudaría a comprender las bases de la existencia.
En el mismo sentido se ha actuado al suspender ExoMars, una misión europea a Marte en colaboración con Rusia. Con esta acción se pospone la búsqueda de vida pasada en el planeta rojo. La Agencia Espacial Europea considera que es imposible llevarla a cabo siendo coherentes con las sanciones impuestas a Rusia por los Estados miembros. ¡Otro garrotazo a la ciencia del espacio!
En el campo en que investigo, la biomedicina, se han congelado todos los fondos que implicaban colaboración con instituciones rusas. Incluso se ha querido ir más allá y prohibir las publicaciones científicas de trabajos que provengan de laboratorios rusos.
Mi posición frente a la invasión es transparente: totalmente en contra. Pero negar la difusión de los trabajos de mis colegas rusos es una aberración a la que me opongo. ¿Acaso queremos retroceder también en esto?
Siempre se ha apuntado, con cierta base, que a los científicos que tenemos apellidos poco cool, es decir, García, Rodríguez, López-Collazo, etcétera, se nos examina con una lupa de mayor graduación en el momento de decidir la publicación de nuestros trabajos en las grandes revistas científicas.
Aparentemente, el hecho de no tener un apellido de origen anglosajón nos resta, en alguna medida, credibilidad. Dura ha sido la lucha del colectivo científico no-anglo para que se logre un nivel aceptable de imparcialidad al considerar la publicación de nuestros trabajos.
Sumar a ello un boicot a los científicos rusos no creo que sea una medida que ayude a finalizar la escalada de horror que el Kremlin está provocando en Ucrania y sus alrededores. Recordemos que la misma práctica contra los científicos alemanes después de la Primera Guerra Mundial se abandonó por resultar un gran fracaso.
No creemos más guetos. Al menos dejemos a la ciencia fuera de ello.