Cuando uno no tiene responsabilidades de gobierno resulta fácil y es muy tentador extremar el rigor moral y la exigencia, sobre todo en lo atinente a las relaciones internacionales. De ahí viene la descalificación habitual de ciertos regímenes foráneos en los que los estándares democráticos no son como para tirar cohetes, siempre que coincida que no comparten ideología o agenda con quienes los censuran. Al tirano que viste la camiseta de nuestros colores tiende a tratársele con más indulgencia.
La musiquilla nos suena, y hemos vuelto a escucharla en estos días, a propósito del Reino de Marruecos y la carta que con oportunidad dudosa le ha dirigido el presidente del Gobierno al monarca que actualmente lo encabeza. A algunos les ha faltado tiempo para recordarnos que nuestro vecino del sur se rige por una teocracia medieval, poco menos que una satrapía a la que resulta indigno encomendar la suerte de cientos de miles de saharauis. Por cierto (y dicho sea de paso): como si España estuviera en condiciones de encomendar algo en un conflicto al que desde hace casi medio siglo asiste como un pasmarote.
Como la España de 2022 es un lugar interesante y a veces portentoso, la novedad en esta ocasión es que ese discurso se permiten lanzarlo personas que desempeñan responsabilidades de gobierno, desmarcándose de la política del gabinete al que pertenecen mientras siguen, eso sí, calentando con constancia digna de mejor causa el cojín del sillón ministerial. A tal punto llega la contradicción que una diputada de su mismo grupo ya no ha podido resistirla más y se ha pasado al Grupo Mixto.
El discurso de rigor máximo con el vecino antipático está bien para quien no administra la comunidad o, como ya hemos visto, para quienes administrándola tienen la desfachatez que se necesita para hacer como si no la administraran.
Sin embargo, a quien de veras asume las responsabilidades se le ofrece siempre un camino más empinado y angosto, que incluye entre otros muy ingratos deberes el de apearse del ideal para transitar el fango que son a menudo las relaciones exteriores.
La pregunta, en este caso, es si el giro de Pedro Sánchez, cartas a los Reyes aparte (y nunca mejor dicho), obedece a razones sólidas y consistentes o supone un viraje que encima de desairar la deuda que tenemos con los saharauis perjudica nuestros intereses.
No parece que la respuesta argelina, anunciando que pasa a tener a Italia como socio preferente para el suministro de gas a Europa, apunte en la primera dirección.
El acuerdo obliga a Marruecos a desistir de Ceuta, Melilla y las Islas Canarias, Marisol Hernández @MsolHernandez @ElPeriodico_Esp https://t.co/XQMhU09ECG
— Miquel Iceta Llorens /❤️ (@miqueliceta) March 19, 2022
Se deja entrever que el Gobierno español ha seguido las indicaciones de Estados Unidos y de Alemania, ambos interesados, por motivos diferentes, en mejorar y potenciar sus relaciones con Marruecos, que pese a sus notorios déficits democráticos resulta ser en este momento el Estado menos precario y disfuncional del norte de África. Lo que no está claro es que las contrapartidas sean suficientes.
Que Marruecos reconozca la españolidad de ciudades que ya reconoció como españolas mediante un tratado suscrito en el siglo XIX no parece una gran ganancia.
Que la jugada no venga acompañada de un pacto con Argelia para no ver menoscabada nuestra posición como mediador del flujo energético entre África y Europa (gas hoy, hidrógeno verde mañana) asombra por la falta de previsión en cuestiones estratégicas elementales.
Si esto no está amarrado, ocioso resulta entrar siquiera a debatir sobre la justicia o injusticia histórica de la solución de la autonomía dentro de Marruecos para el Sáhara Occidental.
Otro día podemos profundizar en esto de los dilemas morales en las relaciones internacionales. Quien nunca ha afrontado uno es que nunca ha tenido que gestionarlas. O que acierta a ponerse de perfil cuando le toca pagar los amargos peajes del cargo.