Llego tarde, pero es que me opino encima: voy a hablar de lo de Will Smith. Aunque ya esté (casi) todo dicho, que hasta en el bar de mi pueblo, que somos más de política de proximidad, se ha tratado el tema.
Empezó todo el lunes, en la mesa del fondo a la derecha, la del truc. La mía es la del fondo a la izquierda, así que cuando terció el camarero y se abrió el debate a toda la parroquia, fui la primera a la que, por contacto visual directo (fallo mío), le tocó intervenir.
Lo hice contándoles que la regla monástica más antigua de la que tenemos conocimiento prohibía, precisamente, las bromas. Y luego, citando a Sándor Ferenczi, afirmé que "mantener la seriedad es la primera señal de que la represión funciona bien". Hubo un silencio que se vio interrumpido por un: "Vale, pero y la hostia ¿qué?".
Lo de la hostia. Yo creo que las sociedades libres tenemos un pacto tácito por el cual no respondemos con violencia física a todo aquello que nos incomoda. Y todo ciudadano confía en que el prójimo respetará ese acuerdo.
Es eso lo que nos permite protestar en la frutería si te quieren cobrar de más, pedir un aumento a tu jefe, criticar al Gobierno, dejar a un novio o increpar al funcionario de turno. Él sabe que no le vamos a atizar y nosotros sabemos que no vamos a hacerlo, y al revés. Y no reaccionar como un neandertal ante cualquier incomodo cotidiano es lo que nos facilita a todos poder expresar nuestra disconformidad o malestar sin el temor al ojo morado o la visita a urgencias.
Poder ejercer nuestra libertad de expresión sabiendo que no vamos a ser agredidos por ello es una garantía de que podremos defender nuestras libertades y nuestros derechos ante cualquier amenaza. Y eso tiene, como contraprestación, que quedamos expuestos a eventuales ofensas o agravios.
Porque la libertad de expresión no es sólo para las ideas compartidas, las cómodas y reconfortantes, las agradables y las que nos reafirman. También lo es para las que nos incomodan, nos molestan, nos desagradan, nos repugnan y, sí, para las que nos despiertan al animal de bellota que todos llevamos dentro. Justo ahí, cuando eso se siente (porque todos lo hemos sentido en algún momento), es cuando debemos subordinar a nuestro furibundo totalitario interior y ayudar a emerger al ciudadano tolerante que somos.
Y sí, hay energúmenos, a Will Smith me remito. Pero son los menos. Por eso, esa confianza social continúa vigente. Porque no permitimos que el límite lo marque la particular tolerancia a la ofensa del más emocional y sensible de todos nosotros.
Precisamente lo subjetivo del concepto "ofensa" hace que cada uno trace sus límites donde estima oportuno. Y es cierto que muchas veces esos límites son compartidos por la gran mayoría. El genocidio o el terrorismo gozan de amplio consenso en cuanto a desprecio.
Pero mientras a Will Smith le ofende que comparen a su señora con Demi Moore, a mí me ofende que se mastique con la boca abierta. Y, a mi madre, que yo vaya despeinada y diga tacos. Tengo suerte de que mi madre no sea Will Smith y, algunos comensales, de que no lo sea yo.
viajero del tiempo: *mata una mosca*
— Will Kilmith (@billkilgore_) March 29, 2022
la línea temporal: pic.twitter.com/FrKefZsDkE
Me da bastante igual si Will Smith es negro o es sólo un poco marrón, si hubiese sido lo mismo si fuese blanco, o amarillo, o si fuese mujer, o si Chris Rock es gracioso o un impertinente, qué hubiese pasado si fuese tetrapléjico o acondroplásico, si es machista, racista, alopecista (creo que me he inventado esta palabra), buena persona o detestable individuo, si se había trincado a la moza, si tenían una relación abierta o cerrada o entornada, si le gusta mojar el pan en la salsa o es más de cerveza que de vino.
Da igual. Eran dos ciudadanos, uno de ellos ejerciendo su profesión sobre un escenario. Y, ante una oración satírica amparada por la libertad de expresión y de creación, uno de ellos endiñó al otro tremendo soplamocos. No hay más. El resto son filigranas más o menos sofisticadas para hacer encajar a posteriori nuestro posicionamiento inmediato, emocional e intuitivo, en un marco moral que nos justifique.
No le pidan al humor, no a todo, que sea correcto y amable. Una de sus virtudes, casi una obligación, es la de poner en evidencia los límites de nuestra tolerancia como sociedad, de señalarnos nuestras costuras arrancándonos una risa, aunque esta sea nerviosa y de incomodidad. Y no todo el humor debe gustarnos, claro. No todo nos hará gracia.
Pero podemos cambiar de canal, no sacar entrada para ese espectáculo, levantarnos e irnos, gritar indignados, pedir la hoja de reclamaciones. Incluso presentar una denuncia. Pero no subir al escenario y calzarle un guantazo a nadie. Porque hoy es un chiste inoportuno y mañana será una crítica desabrida, y pasado un acento molesto o una camiseta mal combinada, o que me has mirado mal. ¿Quién marcaría el límite y cuándo parar?
Ante la ofensa, no atienda. La libertad de expresión no implica obligatoriedad de escucha activa. O conteste. La libertad de expresión también es suya: úsela. Pero (nunca pensé que escribiría esto en una columna) no pegue a nadie. Pegar está mal. Caca.