Los días felices están descompensados. Tan pronto amanece un día radiante y lleno de florituras como al contrario: desangelado y sin gracia. Cuando empezó la Semana Santa, el viento aullaba en Valencia y caían gotas en Santander y en el resto de la cornisa cantábrica, lo cual puso a los hoteleros de los nervios.
La felicidad suele estar bastante emparentada con la climatología y, por tanto, tira más bien hacia el sur. En este sentido, los hay que sitúan la felicidad alrededor de los treinta grados centígrados, aunque hay gente pa'tó, como decía Rafael el Gallo.
El día que me diagnosticaron la Covid yo me había refugiado en el cuarto de la tele y ni siquiera oía el ruido de los coches que enfilaban la Cuesta de las Perdices en dirección a las castellanas procesiones del silencio. La Semana Santa había empezado con cierta galbana, si bien los hombres y mujeres del tiempo se apresuraron a añadir que antes del fin de semana reinaría el buen tiempo y que, desde Benicarló a Cabo de Gata, todo el mundo sacaría las terrazas al sol. No era felicidad, pero se le parecía bastante.
El martes, por aquello de que después de la tempestad viene la calma (y al revés también), y lo mismo en Sevilla que en Málaga, llovió y hubieron de suspenderse los desfiles procesionales. Luego la gente se pegó una jartá de llorar extrañando a sus cristos favoritos.
Transcurrían las horas bobas y yo era incapaz de asomarme a la ventana para contemplar los guiños de sol que se escondían detrás las vallas burlando el crepúsculo. Me sobresaltó el vuelo rasante de las cotorras en grupos de siete, un número primo que es ajeno a la felicidad.
Por fin bajó el sol en picado y los pájaros cesaron en su trasiego. No hacía ni doce horas que me habían diagnosticado la Covid y no se me ocurrió otra cosa que zambullirme bajo la mantita y buscar en Netflix Calle Humanidad número 8, una película francesa sobre el confinamiento en un patio de vecinos parisino, con todos los tópicos que requiere el caso. Se trata de una película que pretende ser divertida, pero a la que se le escapa la amargura por los poros.
De las películas francesas, lo que más me gusta es la melancolía y la lluvia. Sobre todo la lluvia vista desde dentro de un coche parado, con el limpiaparabrisas en marcha, mientras suena una vieja canción de una no menos vieja película, y con una pareja (Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée) que exhala el humo de sus cigarrillos en silencio.
La música sigue sonando: "Daba daba da, daba daba da". Es el espejismo de una decadente página de felicidad.