Recuerdo que de joven me producían gran ternura los ritos ortodoxos. En algunos casos no era exactamente ternura lo que me producían, sino hilaridad.
Me viene a la memoria una boda a la que asistí en calidad de madrina. Una boda calcadita a la de los entonces príncipes de España, que daban vueltas a la iglesia con dos coronas que pendían sobre sus cabezas como si fueran dos espadas de Damocles.
Un poco cómico sí resultaba todo aquello.
El público lo formaban cuatro personas en total: los novios y los padrinos. Nadie más.
El cura era redondito y pelirrojo, de barba rizada, y yo me mordía los labios para que no se me escapara la risa por debajo de la nariz. En aquella edad temprana creíamos que todos los ritos que no fueran los católicos merecían menos respeto. Tonterías de la edad.
En tiempos de la Unión Soviética, las iglesias ortodoxas prohibieron el culto y se convirtieron en almacenes de patatas o talleres mecánicos. Con los primeros aires de la perestroika, sin embargo, emergieron pequeñas iglesias tímidamente escondidas en las afueras de Moscú. Aquellas iglesias no tenían más luz que la de las velas. Olían a cera, a sándalo, a libertad de culto, a silencio. Los tiempos habían empezado a cambiar.
Hace unos días, los informativos divulgaron una noticia que nos dejó ojipláticos a todos. Se trataba de la vida y milagros del patriarca Cirilo I, conocido popularmente como el monaguillo de Vladímir Putin. Un personaje fantasmagórico y despeluchado que niega la invasión de Ucrania y reza por el éxito de las tropas rusas, pues según él son las únicas que lo merecen.
Cirilo, o Kirill, también reza para que las fronteras rusas sean inexpugnables. Peor aún: se ha enfrentado al papa Francisco, de quien invalida su postura.
Putin y Cirilo son íntimos, además de ricos. Ambos poseen dilatadas fortunas.
Tienen todo lo que quieren y más.
El decimosexto patriarca de Moscú y de toda Rusia es la actual cabeza de la iglesia ortodoxa. Todo él parece un rey mago. Desprende oro por los cuatro costados y su barba blanca es el símbolo de una senectud inmortal
Que Francisco le proteja. Falta le hace.