Venimos de un 9 de mayo que no pasó inadvertido en este inframundo en que hemos caído con la pandemia y la guerra. En lo que sigue sólo se describen hechos tétricos muy coherentes con esta inercia de lo putrefacto y terrible del tiempo desolado que vivimos.
Europa celebró su Día con las invocaciones de la declaración Schuman de 1950 sobre la impoluta paz que demandaba aquella II Guerra Mundial que quedaba atrás.
Europa quiere (necesita, no tiene otra) reinventarse, refundarse y arrinconar a Vladímir Putin. El dictador ruso se disfrazó de misionero el Día de la Victoria, en un cínico discurso antinazi, con todos los cadáveres de Ucrania desfilando y señalándole con el dedo en la Plaza Roja de Moscú.
Es la Divina Comedia del instante más sórdido que se recuerda desde el 9 de mayo de 1945, tras la capitulación alemana en Berlín.
Y en España, en las vísperas de ese lunes histórico, ya habíamos entrado, con buena lógica, en las sentinas del espionaje, que es donde desembocan los conflictos y las trifulcas a medida que sube el tono de la acritud y la desgracia.
La llamada Inteligencia de los Estados se rige por códigos de conducta sui generis, donde la moral y a menudo las leyes se dan de bruces con ese templo sagrado de los oráculos secretos de tales servicios. El espía se juega la vida y decide la ajena. He ahí a Putin.
El Pegasus de marras es una anécdota para lo que se cuece en el espionaje descarnado que hace tiempo que vigila, fiscaliza, persigue, envenena o ametralla a objetivos por doquier. En España y en toda Europa, que se espía a políticos y periodistas es un lugar común. Y un perfecto latiguillo al uso para polémicas de tres al cuarto.
Si Pedro Sánchez cae por el caso Pegasus, se oirá la carcajada de Putin hasta en Rabat. Risas de entendidos en la materia.
Nada escapa a la mirada oculta de un ojo incógnito en este mundo de John Le Carré.
Ni el referéndum catalano-moscovita que propulsó Carles Puigdemont, en plena tormenta perfecta del brexit y Donald Trump, cuando todo parecía venirse abajo, la Unión Europea incluida.
Ni esta guerra de falsificadores que despedazan la historia con negacionismo y premeditación.
Diríase, más aún, que el actual pandemonium se cocinó en la mente de un espía sin escrúpulos al que sus hagiógrafos exaltan desde este 9 de mayo como un salvador de los oprimidos de Volodymyr Zelenski, al que el ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov, tildó de neonazi "con raíces judías como Adolf Hitler" (para exasperación del gobierno israelí).
En esas cloacas funcionariales de la inteligencia mitificada donde vegetan, como decía el autor de El topo, espías adiposos nada brillantes, lejos de la imagen con esmoquin tomando dry martinis, se urden los mayores estropicios de la política y la guerra.
España respira ahora un olor nauseabundo, que es el mismo que apesta en el Kremlin, porque las interferencias de espías nacionales o extranjeros en la vida privada de unos cuantos personajes públicos pertenece a esa clase de labores inconfesables que se elaboran en los bajos fondos de los Estados.
En la guerra sucia, donde los espías se mezclan con los mercenarios que ahora hemos visto pulular por Ucrania, siempre hay que dejar un margen de maniobra para negociar una salida, como decía a finales de los noventa el general Sáenz de Santamaría. Suya era la frase, respecto al terrorismo, de que "al final siempre hay que negociar, las guerras tampoco se acaban matando al último soldado".
Y esta vez debemos aplicarnos el cuento en dos campos de batalla. Entre la Generalitat y la Moncloa, y entre Rusia y Ucrania.
Los pegasus de una contienda y otra deberán limpiar, al final, su rastro. Porque el mundo seguirá girando y España no se va a romper.
Como tampoco Europa, cuyo Parlamento ya ponía el grito en el cielo en el umbral de este siglo (año 2000, para ser exactos) sobre las intenciones ocultas de espionaje económico de la red Echelon, la mayor de la historia, inspirada por los Estados Unidos y sus principales comanditarios de Occidente.