Como Ali frente a Foreman (refugiado en las cuerdas, aguantando el chaparrón de golpes a la espera del definitivo) el Real Madrid logró lo que debía. Dos equipos fieles a su estilo. El Liverpool, orgullos y vibrante, con sus alternativas tácticas, rápido en el ataque y el repliegue. El Madrid, con el suyo. El de ganar.
Un título inesperado que no se explica con la lógica deportiva ni con cualquier otra. El camino de esta temporada ha sido muy probablemente el más sorprendente y meritorio de la historia blanca. Un equipo en transición, con una generación gloriosa en el ocaso, con jóvenes que parecían inmaduros (y hasta quizás lo eran) no auguraba el futuro que ya está escrito.
De víctimas sobrepasadas a remontadas inimaginables, de derrotas que se palpaban a victorias sorprendentes, la permuta constante de papeles sólo tiene que ver tangencialmente con el fútbol. El sustrato proviene de la historia, de la generación de un cosmos por la unidad (el club de tantos éxitos) y la pluralidad, quienes de forma voluntaria se sumergen para viajar juntos al infinito.
Esta entidad cósmica, cercana a lo mágico, se presenta cuando la ocasión lo requiere y las fuerzas se alinean. En especial, en el Bernabéu, el templo ritual, donde cada jugador y cada aficionado poseen su altar particular. ¿Alguien tiene una explicación más creíble? Hablamos de la confianza en las fuerzas propias, en la determinación por la victoria, en la creencia de que el Madrid saldrá victorioso. Pero ¿de dónde vienen, cómo se generan? Y, sobre todo, ¿por qué nadie es capaz de replicarla?
Con seguridad, por lo explicado, y porque los que hoy forma parte de este ya glorioso equipo quieren seguir escribiendo líneas en una historia interminable, entre las más apasionadas que jamás se hayan contado. La voluntad también se tonifica, escribió Ramón y Cajal, y pocos tónicos más fortalecedores pueden componerse que acompañar a Di Stéfano, Puskas, Gento, Amancio, Hierro, Raúl y cientos otros en las crónicas madridistas.
Por lo demás, el Madrid presentó su cara más conservadora, manteniendo siempre cuatro jugadores protegiendo a su guardameta, más guardián que nunca. La vivacidad del Liverpool creaba ocasiones de todos los colores, que se difuminaban por la eficiencia defensiva, el tino desviado y las intervenciones del sublime Courtois, ayer y tantas noches. Un plan descabellado, en principio, ante un equipo goleador en jugadas y el más efectivo a balón parado. Y cuyos extremos atacan hacia dentro para dejar sitio a la proyección de los laterales por los flancos, la caballería númida de Aníbal al galope.
Ante la apabullante ofensiva, el Madrid mantenía una calma sorprendente, sin siquiera esbozar un contraataque, sabedor de que cada minuto jugaba a su favor, de que llegarían al final con cuentagotas letales. Entre tanto, los blancos movían el balón sin finalidad aparente, sin riesgo inmediato, con la intención de despistar. Porque este equipo de Ancelotti mata por sorpresa, al menor descuido.
Los hechos demostraron que la estrategia del italiano no era una ocurrencia al azar, sino el conocimiento esencial de este juego y de sus jugadores. El espíritu llameante, la paciencia ante lo negativo que ocurrió hasta el minuto cincuenta y ocho volteó la suerte del encuentro.
Porque ésta ya estaba echada. El Real Madrid lo había hecho de nuevo ante la incredulidad de muchos analistas, de los defensores del estilo, de sus rivales y de los que siguen sin atender a la fuerza de la fe y de la historia. Allá ellos.