Cataluña sólo puede gobernarse desde los tribunales o desde la hipocresía. Es algo que se ve en el debate sobre la inmersión y es algo que han entendido, finalmente, hasta los líderes independentistas. Por eso están tramando un intento de retorno al pujolismo, irremediablemente condenado al fracaso.
Cuando lo del Estatut, se le oyó a Jordi Pujol decir que había sido un error, un tiro en el pie, intentar blindar legalmente la inmersión lingüística, porque lo que está en papel puede ser empapelado.
Lo sabe el Govern, que alguna lección inconfesable ha aprendido del procés, y que ni puede blindar legalmente la inmersión ni puede saltarse a la torera la sentencia del 25%. Por eso, lo que ha hecho en la práctica es pasar la patata caliente a los centros, a sus directores y profesores, y a los tribunales, tratando de dilatar, como suelen, el proceso (en este caso judicial). Tratando de dejar cualquier ley, decreto, resolución o declaración en papel mojado.
Así también las polémicas votaciones sobre la cuestión de estos días, que son dos y que no son iguales, y en las que los socialistas pueden votar a favor y en contra de la inmersión, de la ley y de la desobediencia, y todo al mismo tiempo.
Porque lo que dicen pretender, que es la defensa de la inmersión y del consenso social, ya no es posible. En realidad, el consenso al que querrían volver siempre ha sido un consenso un poco como de chiste ruso, donde unos hacían ver que les parecía bien la inmersión y los otros hacían ver que se cumplía. Unos en nombre del progreso social y los otros de la cohesión.
Lo que se ha roto ahora no es el consenso, sino las ganas de disimular. Pero mientras unos pueden exigir claridad a la ley, los otros no pueden admitir que la inmersión no se cumple porque ni podrían imponerla ni sabrían cambiar de discurso.
Y de ahí también la tan criticada y fundamental hipocresía de los políticos que, cuando se trata de elegir colegio para sus hijos, digamos finamente que no cumplen con lo que predican. De esos defensores de la inmersión que llevan a sus hijos a colegios bi, tri o cuatrilingües.
Pero también de esos dirigentes llamados constitucionalistas que llevan a sus hijos a colegios catalanistas, de los que adoctrinan y tal. Ni estos eligen el colegio por la inmersión catalanista ni aquellos por saltársela. Los eligen porque tienen dinero y porque la gente con dinero que se preocupa de la educación de sus hijos no los lleva a la escuela pública.
Demostrando así, por cierto, que cuando hay libertad de elección, allí donde la hay realmente, lo que prima no es la inmersión, sino la calidad de la enseñanza. Que pudiendo elegir, muy pocos prefieren educar a sus hijos en su lengua materna y entre pobres e inmigrantes, pudiendo educarlos con la clase media o alta de los catalanets.
En la hipocresía de los dirigentes hay un reconocimiento implícito que el populismo podría señalar con razón. Es el reconocimiento de que lo que está mal en nuestra educación no es tanto la lengua vehicular o de uso o de patio, sino la calidad de la enseñanza pública.
Que de una buena escuela, con o sin inmersión, se sale dominando tantas lenguas como se ofrezcan y de una mala, ni la materna.
Que es ahí donde se da la (in)justa correspondencia entre lengua materna y fracaso escolar: en la clase social. Y es desde ahí desde donde hay que preguntar a nuestros políticos por qué no quieren para sus hijos esa educación tan chupiguay que tratan de imponer a los demás.