Mientras los espectadores nos debatimos con intranquilidad variable, Rafa Nadal gobierna las aguas de Roland Garros con sensatez y concentración. Como Ulises, el astuto, el tenista balear juega con las corrientes de los encuentros, con las alturas y distancias. Y, sobre todo, con la mente del rival. Sin piedad, con la fuerza de tantos viajes y del destino de su lado.
Nadie está más cerca de su decadencia que cuando llega a su cénit. Como si quisiera medir la fuerza de este aserto, nuestro tenista eleva una y otra vez su cumbre hasta rozar lo impensable, quizás con la pretensión de que no la atisbemos. Nadie es capaz de volver después de tantos meses para ganar un grand slam. Mucho menos, después de otro parón por su pie herido, hacer lo mismo para ganar otra Copa de los Mosqueteros. A este paso, le concederán la Legión de Honor, Monsieur d´Artagnan.
Los partidos de Nadal tienen una semejanza esencial. Pasa lo mismo, pero nunca sabes cuándo va a pasar. Calculador, intenta ganar los puntos con el riesgo mínimo, y sólo los asume cuando la prestación del rival lo exige. Aprieta y levanta el acelerador según soplen los vientos, poniendo a prueba la templanza del rival y de sus seguidores. Hay quienes, como Paco Gento y un servidor, se levantan intranquilos, nos damos una tregua huyendo de la pantalla para volver, para rendirle pleitesía. Porque Nadal siempre vuelve.
El manacorense roza lo sublime hasta en forjar discípulos. Su rival en la final es ya un joven experto en la tierra, un rival duro de limar en esta superficie para quien no domine la central de París como Rafael. Con seguridad, llegarán tiempos para Casper Ruud, un deportista noruego más que sumar a los campeones olímpicos de 1500 y triatlón y 400 vallas (Jakob Ingebrigsten, Kristian Blummenfelt y Karsten Warholm, respectivamente), los innumerables deportistas de invierno y el futbolista Haaland. Una cantera tan sorprendente como la longevidad de Nadal. Un país de poco más de cinco millones de habitantes que consigue más medallas olímpicas que España.
Heráclito de Éfeso lanzó al intelecto de los griegos antiguos la idea de fluencia. Durante estos años hemos visto a Nadal fluir para cambiar su tenis, con su universo rebosante de razón y de pasión casi infinita, mientras mantenía su humildad, la justedad de sus actos. Nadal, la quintaesencia de la inteligencia aplicada, el coraje desmedido en el arrinconamiento de su dolor para continuar escribiendo páginas en la historia. En especial en la tierra de París, el fuego de Nadal.
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