El espectáculo producía más estupor que indignación. Que una vicepresidenta en activo de un Gobierno se diera al baile, y los suyos a homenajearla, justo después de que la Justicia se pronunciara sobre la necesidad de investigarla por su posible implicación en un delito grave, costaba creerlo.
Uno no sabe qué pasaba por la mente de estas personas, pero sospecha que han llegado a ese punto, tan peligroso, en el que uno cree que en el mundo sólo hay enemigos, cuya opinión no importa, y afines que no pueden dejar de inclinarse ante su carisma y sus logros.
El mundo, en realidad, es un lugar mucho más complicado. Hay momentos, y no son pocos ni intrascendentes, en los que nuestra salvación está en manos de aquellos a quienes nunca nos tomamos la molestia de tener en cuenta.
Y se dan también coyunturas en las que los nuestros son los primeros a quienes les conviene que vayamos desalojando el escenario. Actuar sólo para incondicionales es una forma gruesa y torpe de ignorar que los incondicionales no existen y todos somos contingentes.
Sin duda es difícil reaccionar cuando la Justicia te señala, así sea a modo de conjetura, por un delito que en tu conciencia no has cometido.
Ya sea porque en efecto no lo cometió, o por su necesidad de que así se concluya, parece evidente que la hasta esta semana vicepresidenta de la Generalitat valenciana, Mónica Oltra, alberga esa convicción. Con el agravante de que la fuerza política a la que pertenece, como otras, sostiene desde hace un tiempo que la Justicia es un nido de derechistas empeñados en hacer descarrilar cualquier agenda política de la izquierda.
Sea esto último cierto o no, en general y en su caso (donde por cierto la acusación la dirige una fiscal perteneciente a una asociación progresista), lo que parece seguro es que la última reacción aconsejable, desde cualquier punto de vista, incluidos el jurídico y el político, era acusar a todos los jueces y fiscales del caso de prevaricar, y organizar un jolgorio para reivindicar las excelencias de su persona, con olvido y desprecio absolutos de la víctima de unos abusos acreditados por sentencia firme.
¿Qué podía hacerse? En el extremo máximo de la exigencia ética, que no por intransitado deberíamos dejar de plantearnos, un responsable público que ve así comprometida su capacidad de servir a la ciudadanía, con riesgo de menoscabo grave para la institución a la que representa, puede pensar en que nadie es ni puede ser indispensable para el avance de una idea justa, dar un paso al lado y regresar a la vida normal, que no es el poder, para desde ahí tratar de defenderse de la imputación.
Esta es la teoría que la propia Oltra había expuesto en camisetas, antes de convertirse ella misma en pasajera VIP de un coche oficial.
En la gama baja de la respuesta moral, habría sido como mucho entendible que se tratara de resistir desde una actitud circunspecta, extremando la prudencia en las manifestaciones y no dejando de expresar el respeto por el funcionamiento de la Justicia, en un caso que gira en torno al atropello de una menor cuya dignidad debería anteponerse a cualquier otro asunto.
El festejo y el alarde de orgullo partidista han conducido a la interesada al camino del patíbulo, que asumido de mala gana y rezongando, en probable evitación de una destitución ominosa, queda devaluado como movimiento ético y se transmuta en pura y simple derrota ante una realidad que se quiso ignorar, sobre la base de un espejismo tan pernicioso como autocomplaciente.
Todo político que da signos de doble rasero, exigiendo a otro lo que no está dispuesto a aplicarse, mina su porvenir. Pero el político que además lo es de izquierdas y llegó al Gobierno con promesas de regeneración cava su tumba y la de los suyos.
Será injusto, o no, pero es así. Ojo con esas voces de Oltratumba.