Nadie puede poner en duda el éxito organizativo ni el brillo de la cumbre de la OTAN celebrada esta semana en Madrid. La capital de España, es de presumir que para contrariedad de más de uno, ha sabido lucir como lo que es: una gran urbe global con un patrimonio histórico, artístico y cultural de primer orden. Que le pregunten a Joe Biden qué recuerdo se lleva del agasajo recibido en el Palacio de Oriente o en el Museo del Prado. Hasta Boris Johnson, el recalcitrante inglés, depuso las armas.
Tampoco cabe cuestionar la trascendencia del giro histórico que marca esta reunión. De organismo agonizante y casi zombi, la OTAN sale de Madrid transformada en el ariete de Occidente contra la amenaza que supone la borrachera bélica rusa y frente al desafío más oblicuo, pero no menos inquietante, que plantea la superpotencia china, febril fabricante de portaaviones.
Ya se verá cómo pasa el mensaje de las musas al teatro, y si este enfoque militarista es la respuesta irremediable y pertinente a los retos de nuestro tiempo, como sostienen los mandatarios que se han visto las caras en Madrid, o un desatino que termina de arrastrar a la humanidad al abismo de la confrontación, como sugieren algunos miembros del Gobierno, aunque en estos días no hayan pasado de la crítica silente a quien los puede cesar.
Y sin embargo, y aunque incomode y sin negarle relevancia a esa rutilante junta de prebostes mundiales que ha tenido lugar en la villa del oso y el madroño, tal vez la noticia de la semana esté más abajo. En la enésima mortandad de desesperados en la valla de Melilla, a raíz de un asalto violento y la respuesta, cuando menos cuestionable, de la gendarmería marroquí.
[La brutalidad marroquí con los subsaharianos en la valla de Melilla desata una ola de indignación]
Habrá quien crea que no es noticia, o no lo es tanto, porque no es la primera vez que mueren africanos en esa verja clavada en su continente y porque la culpa se le puede echar a la poca consideración de las fuerzas de seguridad marroquíes hacia los derechos humanos, lo que tampoco es una novedad.
A otros, en cambio, la reiteración de las tragedias y el recurso a los medios ajenos para solventar problemas propios nos parece el más alarmante de los síntomas, sobre todo cuando se analiza el nivel del debate que suele desencadenar este tipo de catástrofes.
Un debate que se mueve siempre en el plano corto y el corto plazo, en el que la oposición sólo parece pensar en hacer sangre con el Gobierno de turno o se responsabiliza a los hombres que están al pie de la valla de una desgracia que los sobrepasa y que afrontan como pueden. Los que están a este lado, con un sincero afán de reducirla, mientras preservan su propia integridad.
Esa valla nos seguirá dando disgustos, y tal vez peores, en tanto no tengamos una verdadera estrategia de Estado y a largo plazo para abordar el problema. En primer lugar, respecto de la infraestructura misma. La precariedad y la peligrosidad probada de la actual invitan a sopesar el dilema de retirarla o hacerla de veras inexpugnable, como ya lo es en algún tramo.
Lo primero tiene un coste y lo segundo otro, también económico. Pero dejar vendidos a los guardianes, ante cientos de jóvenes movidos por la desesperación, es una indignidad que no se salva culpándolos luego de todos los desastres que se acaben produciendo.
En segundo lugar, hemos de decidir si la inmigración que llama a nuestra puerta, y no va a dejar de hacerlo, es algo que nos concierne directamente y que hemos de encarar hasta donde nuestras capacidades alcancen, o si vamos a limitarnos a poner en medio a otros o a hacer brindis humanitarios al sol. Ambas respuestas equivalen a abdicar de nuestra responsabilidad.
Ni ojos que no ven, ni corazón que tan sólo siente. Este es el gran problema de nuestro tiempo. Y volverá a dar la cara.