7 de julio. Pamplona, Navarra. La Corporación municipal presidida por su alcalde (Enrique Maya, Navarra+) acompaña al Cabildo a la catedral.
Llegados a la calle Curia la multitud les rodea y les obliga a avanzar, entre insultos y salivazos, por el estrecho pasillo que consigue habilitar la policía. ¡UPN kampora! Una ratonera.
De entre la Corporación, los hay que no son increpados. Son los de Bildu. Mientras caminan, saludan y abrazan a esa jauría humana borracha de odio y de alcohol. Son de los suyos.
La tensión aumenta y se teme un linchamiento. Vuela una botella e impacta en la cabeza de un policía. Dos más resultan heridos. De no ser por ellos, hoy estaríamos hablando de una tragedia todavía mayor. En palabras del alcalde, “eso estaba preparado”.
Todos los partidos condenan lo ocurrido. Bildu, no.
Han tenido 25 años para reescribir la historia, para ocultar bajo el manto del olvido sus asesinatos y sus complicidades. Casi lo han conseguido. Lo del día de San Fermín es su obra.
Ahora quieren dar un paso más. Justificarse con una ley indigna con la excusa del franquismo. Ellos, los asesinos; y ellos (los de ahora y el PNV siempre), los cómplices. Con el voto del partido de sus víctimas. Repugnante.
Quieren resucitar las dos Españas. Ya lo tienen. Pero quizás no sean las que pretenden.
Ayer, la plataforma NEOS convocaba una concentración frente al Congreso. El lema era sencillo: “Tú eliges qué manos quieres levantar”. La cuestión, antes como ahora, no admite duda. “Si las que representan a Ortega Lara, a Miguel Ángel Blanco y a las 853 víctimas de ETA, o las que acuerdan pisotear su memoria y reescribir la Historia”.
Las manos blancas que se alzaron ese 12 de julio de 1997, o las manos manchadas de sangre de sus verdugos.
No caben medias tintas. O con la dignidad y la Justicia o con la ignominia.
Y más ahora cuando de lo que se trata es de preservar la memoria de las víctimas, de no dejar que ninguna ley injusta sepulte el recuerdo de lo que fue, de lo que ha sido y de lo que (a la vista está) puede volver a ser.
Enfrente, una ley (la de Memoria Democrática) impulsada por Bildu, con la que justificar que si fue justo asesinar durante el franquismo, si lo fue hasta 1983 (porque según los bilduetarras, la democracia era de pega y porque hubo terrorismo de Estado), lo siguió siendo hasta que abandonaron voluntariamente “la lucha armada” y se integraron en ese sistema en el que no creen pero del que lo han recibido todo.
En la Antigua Grecia, en el lugar en que el enemigo había sido derrotado, el bando vencedor levantaba un trofeo dedicado a Zeus y construido con las armas arrebatadas a los vencidos.
Era un monumento efímero porque, según algunos autores, de lo que se trataba era de que quedase fijada de manera inapelable quién había salido victorioso de la batalla. Pero, al mismo tiempo, que no perdurase en la memoria de los vencidos el recuerdo de su derrota. El motivo era no alimentar su rencor durante generaciones.
Lo efímero destinado a evitar la discordia. Tenía sentido. Sobre todo cuando eran dos ciudades griegas, dos ciudades vecinas, las que se enfrentaban.
Pero esos mismos griegos se encargaron de mantener la memoria de lo que era justo y de lo que no lo era. Fueron capaces de contraponer las leyes “no escritas, inmutables de los dioses” a las leyes humanas y conservar el recuerdo (por los siglos de los siglos) de quienes tuvieron el valor de enfrentarse a estas últimas.
Hace 25 años llorábamos al ver el rostro famélico y la mirada perdida de Ortega Lara después de ser liberado de su inhumano encierro de 532 días. Hace 25 años conteníamos la respiración esperando que un milagro salvase de una condena segura a Miguel Ángel Blanco. Hace 25 años, después del llanto por la muerte de aquel joven concejal, la sociedad entera reaccionó y llamó a ETA por su nombre: asesinos. Y las calles se tiñeron de blanco.
Hoy ya hay varias generaciones que ignoran lo que ocurrió ese 12 de julio de 1997.
Con esta ley injusta, es posible que hasta crean que la muerte de Miguel Ángel Blanco y la del resto de víctimas de ETA valió la pena.