Esta semana hemos sabido que existe el riesgo cierto de que legalmente gallegos, catalanes y vascos puedan sentirse víctimas del franquismo de mejor derecho que, pongamos por caso, los de Huelva o Albacete, a quienes esta nueva jerarquía victimológica, de un modo oblicuo, acerca con el resto de los españoles a la fea condición de victimarios o cómplices de estos.
Porque si la gente de Galicia, Cataluña o el País Vasco, así como también por cierto sus lenguas propias respectivas (no el valenciano, empero), sufrieron como nadie a Franco, debió de ser porque los de otros territorios convivían más a gusto con la falta de libertades.
No hay que ser historiador ni sumergirse en los archivos para comprobar que tanto en Galicia como en el País Vasco o Cataluña, incluso entre los hablantes de sus lenguas propias, hubo colaboradores de aquel régimen odioso y justamente hoy señalado por la ley democrática como indeseable y de funesto recuerdo. Tampoco hace falta una especial erudición para saber que la represión franquista azotó sin piedad todo el territorio, y con especial saña lugares como Madrid, sitiada y bombardeada durante años, o Málaga, cuyos habitantes fueron acribillados y cañoneados sin piedad mientras huían a pie hacia Almería.
Y sin embargo, para la ley que está en trámite de aprobarse son menos víctimas que cualquiera de los muchos pueblos de las tres comunidades "históricas" que quedaron intactos. Un despropósito semejante sólo puede resultar comprensible a la luz de alguna contraprestación debida a los administradores del puñado de votos cosechados para el proyecto de ley a cambio de esos reconocimientos "especiales". Mal camino para fraguar una memoria colectiva que se dice, para más inri, democrática.
Están los legisladores todavía a tiempo de recapacitar y no precipitar la memoria por esta senda de confrontación entre los que están llamados a construirla y soportarla, con el añadido del mandato legal. De un tirano nadie es más víctima que otro por su partida de nacimiento o la lengua en la que sueña: lo son, o en este caso lo fueron, por igual y sin distingos, todos los que aspiraban, desde Finisterre hasta Almería y desde el cabo de Creus hasta el Hierro, a vivir como ciudadanos dignos y libres de un país que respetara a todas las personas que lo poblaban.
No puede la democracia faltarles a ese respeto a quienes no fueron menos víctimas que otros, como los muchos condenados (no sólo gallegos, vascos o catalanes) en simulacros de juicio que por fin el proyecto considera ilegales, nulos y sin efecto. A nadie condenado en un proceso que no ha respetado el derecho de defensa, ni los principios de legalidad y tipicidad penal, puede humillársele exonerándolo por amnistía, como ocurría hasta ahora. Es un ciudadano cuya presunción de inocencia no se ha visto desvirtuada y que como inocente debe ser reconocido.
Cuestión aparte es el "logro" de EH Bildu de extender el franquismo, al menos a ciertos efectos, hasta 1983. Más allá de la eterna querella sobre el llamado "relato" de la transición a la democracia y el terrorismo de ETA (que el tiempo colocará en su sitio, por más esfuerzos que se hagan en contra) lo que hace aguas en ese razonamiento es la pretensión de equiparar a los aplastados por un poder totalitario a quienes sufrieron represión delictiva por su tentativa de desbaratar la democracia, como sus hechos y sus propios documentos coetáneos atestiguan.
No dejan de ser víctimas ni de tener derecho a reparación y restauración de su dignidad, pero sin que esto oculte ni condone el daño que conscientemente infligieron a sus conciudadanos. Colarlas de matute entre las víctimas de Franco tiene un fin que la democracia española no puede permitirse: legitimar a quienes más esfuerzos hicieron por propiciar que acabara fracasando.