Quiero morir en una discoteca llena de maricas, cantaban Los Punsetes. También yo, que nunca he sido tan feliz, nunca tan libre ni dicharachera, como bailando en El Delirio de Chueca con amigos y carismáticos extraños: quien lo probó, lo sabe. Es fácil sentirse bella, liviana, protegida, aupada e inmensamente querida entre esa congregación fabulosa de gente buena y descacharrante, hermanos de la pista, de la purpurina y el mamarracheo, socios del refrán más agudo, del giro sintáctico más luminoso, compadres de la alegría rabiosa que sucede a los años del dolor y la culpa, porque en algún momento a los maricas y a mí el mundo nos dio la espalda y todos lo sabemos -nos miramos y lo sabemos-, sólo que ahora venimos fuertes y aprovechamos para perrearle hasta abajo.
El marica espontáneo de la noche madrileña te pilla por banda para decirte que estás divina, cariño, y que a ver si ponen Paulina Rubio o Ana Mena -ella es muy de los maricas pero yo no la cato-, y enseguida os hacéis una foto con morritos que él titula “las amigas”, y brindáis con una copa que salpica y os dais el piquito de la paz mientras allá afuera se celebra la guerra macha con sus cánticos futboleros. Oye: cada uno que elija su fiesta, y todos contentos.
Hablamos de esto y de lo otro: del aura gangsta que se le ha quedado a Isabel Pantoja después de la cárcel -que casi parece un rapero norteamericano-, de los hombres bellos e intermitentes que nos subyugan, del autobronceador, de la literatura o la familia. Y nunca unas carcajadas tan hondas y tan largas, nunca un ambiente más desprejuiciado, nunca una complicidad tan instantánea como la que fluye entre los maricas y yo, entre la mujer y el marica, como ya avisó Carrie Bradshaw en Sexo en Nueva York.
Hay algo ahí, algo fraternal y envolvente, algo puro porque anda descargado de interés sexual y de cortejo, algo sordo al juicio y a la competición: no puede más que salir bien. El marica es hombre pero te dice "hay que ver los hombres, nena, malditos hombres", porque a él le han tratado como a un hombre de segunda clase y porque desea a los hombres como tú misma, pero ellos siempre están enfrente. Las mujeres y los maricas estamos al lado, tomando de la mano los grandes puentes del amor: la conversación y el baile.
Se habla profundo con los maricas porque siempre amasan buenas historias y una memoria prodigiosa de la infancia y la adolescencia, con todos los viejos traspiés, con toda la vieja extrañeza, con todas las viejas preguntas y los descubrimientos calientes. Todas las revelaciones de una existencia en flor.
Se habla profundo con los maricas porque vivieron intensamente unas espinas similares a las propias: crecimos en escuelas y parques donde fuimos, juntos, los eternos secundarios, puro atrezzo en fotos fijas donde el discurso dominante lo manejaban los chavales hetero, reyes de aquellos patios que ocuparon a balonazos -mientras nosotros pillábamos una esquina resguardada pa’ la charla de señoras de pueblo, listas como ratones-. Reyes también de todo lo demás.
Y quisimos a esos chicos, cómo no, les quisimos con locura y a veces nos enamoramos de ellos y otras fueron nuestros amigos, pero los maricas y las mujeres nos abrazamos rápido en los márgenes de la niñez porque nos dijeron que lo nuestro no importaba, que nuestros temas preferidos eran minucias, que nuestro patrimonio eran las tonterías. Cosas de niñas. Así que nos hicimos hermanos hasta hoy, donde la magia empieza a ponerse de nuestra parte y cantamos A quién le importa lo que yo haga y meneamos batas de cola invisibles y le mandamos recuerdos a nuestra Rocío Jurado enganchados del brazo mientras pateamos las callejuelas del mundo.
Otro día os cuento lo de mis comadres bolleras.
Feliz Orgullo, familia.