Hubo un filósofo griego, el cínico Diógenes de Sínope, que nació a orillas de ese mar Negro ahora tan de actualidad por la guerra de Ucrania y que, según se cuenta, iba por ahí con una lámpara o linterna encendida buscando hombres honestos. Tal era su desprecio por los honores y las riquezas materiales que vivía como un mendigo, sin más pertenencias que un manto, un zurrón, un báculo y un cuenco, del que no dudó en privarse por dárselo a un chiquillo al que vio bebiendo con sus manos.
No consta que en su búsqueda Diógenes tuviera demasiado éxito. Si la honestidad era lo que él pretendía, el desapego de los lujos y vanidades que estorban el recto conocimiento y la vida virtuosa, pocos eran y pocos fueron siempre sus adeptos.
Hay en nuestros días un cínico, y filósofo a su particular manera, que iba también por ahí con una linterna, con la que buscaba y encontraba, a porrillo, todo lo contrario: hombres, y más de una mujer, dispuestos entregarse a la deshonestidad en todas sus formas para alcanzar sus fines. Durante años, por no decir décadas, los fue iluminando, coleccionando y grabando.
El resultado de su búsqueda o cacería (como quizá sería más propio denominarla, porque exhibe el personaje un júbilo por cada pieza cobrada que se asemeja al de los practicantes de la actividad cinegética) lo conocemos y lo disfrutamos (es un decir) casi a diario con la afloración, cual río de lava que brota del averno, de los audios de sus presas, que registró con fruición y constancia sensacionales a lo largo de todos estos años.
En su galería de pillos expuestos a la luz hay de todo, desde reales personas hasta abogados del Estado, pasando por jueces, empresarios, políticos de todos los colores, periodistas, etcétera. Así como la linterna de Diógenes era un trasto casi inservible, la de Villarejo funcionaba como un reloj suizo. Donde ponía el ojo daba con el pícaro y lo grababa, tan fría y metódicamente como el entomólogo clava las mariposas al papel con un alfiler.
O esa es la sensación que da, al menos, ahora que el hábil excomisario, espía, detective, abogado, conseguidor y sobre todo técnico de sonido está en apuros judiciales que le han empujado a abrir las compuertas de su particular y atestado averno.
Tiene sin embargo quien esto escribe la suerte de conocer a alguien a quien Villarejo se acercó, con alguna de sus siempre oscuras intenciones, y que no sólo no se avino a compartir el fruto de sus fullerías, sino que le dio esquinazo tan hábilmente como le fue posible. De él no hay audios, pero sí notas en una de las agendas de Villarejo. Por la manera en que se hizo el tonto, fue tildado por el superagente corruptor como "payasete". En los tiempos que corren y en esta España, todo un tinte de honor.
La enésima entrega de los fluidos cloacales de Villarejo, en relación con las maniobras del PP y ciertos sectores de la derecha mediática, política y económica para desacreditar a Podemos, es la mejor demostración del aserto de otro filósofo más moderno que Diógenes, pero un poco menos que Villarejo, el austríaco Ludwig Wittgenstein: Ein schlechtes Leben ist ein unvernünftiges Leben.
Esto es, que una vida mala (deshonesta) es una vida irracional. Las tretas y atajos por los que esa alegre cuadrilla se dejó ir acabaron con el PP apeado del Gobierno por una moción de censura y con Podemos pisando moqueta ministerial.
Lo que viene a ser un pan como unas tortas, sin contar con el añadido del descrédito que ahora les trae su exposición.
Dicho lo anterior, pasma que se culpe a tan patosa conjura de la pérdida de fuelle de un proyecto que tuvo todo el viento a favor, y cuyo declive quizá sería más útil para los interesados explicarse de otra manera. Lo decía otro filósofo griego, Epicteto: achacar a otro el mal propio es signo de mala educación.