Como suele ocurrir, todo partió de una buena idea.

La televisión no es una vaca sagrada.

Tampoco ese sistema de misiones, prácticas y normas al que llamamos servicio público.

Ni mucho menos ese invento, británico y luego francés, llamado canon, que se remonta a la época en que todo el sector audiovisual no era más que una emisora de radio, luego una única cadena televisiva, que entraba en los hogares del país a través del único canal del que disponían los antiguos televisores.

Mientras tanto, las pantallas se han multiplicado.

El escritor André Malraux.

El escritor André Malraux.

Consumimos películas, documentales, programas en directo y noticias de France Télévisions, Radio France o Arte en tabletas y teléfonos móviles, en Twitter, Instagram, YouTube y Facebook, en definitiva, a través de máquinas conectadas a la red con contenidos fuera de la parrilla, que, además, a menudo, son imposibles de localizar.

Aunque con Giscard y luego con Mitterrand se aprobaron tres grandes leyes para atajar las primeras grandes transformaciones en el sector de los medios de comunicación, en los últimos 36 años no se ha dado nada parecido.

Y el famoso canon sigue basándose en el concepto de tener un televisor. Concepto que está a punto de quedarse obsoleto. Además, se cobra a la par de un impuesto sobre la vivienda cuya desaparición es cuestión de pocos meses.

Habría que tenerlo en cuenta.

Aquí, como en otras partes, habría que tener el valor de sacudirse el conservadurismo y plantear reformas.

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Pero ¿significa eso que hay que suprimir este canon, esta "contribución a la radiodifusión pública"?

No.

En primer lugar, porque suprimirlo, cosa que, en el mejor de los casos se vería inmediatamente compensada por una dotación presupuestaria de una suma equivalente, quitaría a la ciudadanía con una mano lo que se le había devuelto con la otra. ¿Dónde estaría, en este juego cuyo resultado es cero, el pregonado aumento del poder adquisitivo de la gente?

Además, ¿no es siempre un error, en la era de la imagen todopoderosa y de la sobrecarga informativa generalizada, ceder a la política del engaño?

En segundo lugar, porque esta manera de presupuestar los recursos dedicados a las cadenas y radios públicas para que puedan emitir, entre otras cosas, una información libre y lo más alejada posible de la presión del Gobierno, independientemente del partido que esté gobernando, tendría el efecto contrario. Este Gobierno, de acuerdo, pero otro...

Un Gobierno autoritario o sometido a la dictadura de la opinión.

¿Un poder que caiga, Dios no lo quiera, en manos de una presidenta como Le Pen o de un primer ministro como Mélenchon? ¿No echaremos de menos entonces aquellos viejos tiempos dorados del recurso estable, protegido y permanente que era el canon?

Y luego, en tercer y último lugar, sobre todo porque el principal argumento de los partidarios de la eliminación del canon, cuando se los presiona, es que su idea de un canon indoloro e invisible, ahogado en la masa de los impuestos que pagamos y de los presupuestos del Estado, no es realmente un planteamiento republicano.

Una vez conocí a un psicoanalista que, en Checoslovaquia a finales de los años 80, consideraba un acto de resistencia hacer pagar a las personas que se analizaban con él.

Y recuerdo que un sacerdote, Léon Burdin, capellán del hospital oncológico de Villejuif, relataba en un libro cuyo prólogo había escrito su desesperación cuando las familias le pedían que diera la extremaunción a espaldas de los pacientes moribundos, sin meterles el miedo en el cuerpo y, por tanto, sin que lo supieran.

El peaje es el mismo. Saber que la cultura tiene un coste es bueno para la salud. Ser consciente de que te están cobrando un impuesto para estar bien informado es un acto no de resistencia, sino de fe en la democracia.

Y si es cierto que el ciudadano es un sujeto que sustrae una parte de sí mismo a la pasividad de los humores, las opiniones y los intereses particulares, este tributo que se rinde al conocimiento, a la cultura y al amor por la verdad es una de las formas mediante la cual construimos nuestra subjetividad ciudadana.

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¿Y si la solución no fuera suprimir el canon, sino reformarlo?

¿Y si Francia, siendo europea hasta la médula, se inspirara en las prácticas de algunos de sus países vecinos?

Por ejemplo, está la fórmula italiana, que no vincula la obligación de pagar la tasa a la propiedad de ese instrumento ya arcaico que es el televisor.

También está el modelo alemán, que mis cargos de responsabilidad en Arte France me han permitido conocer un poco de cerca, y que deja en manos de una agencia de canales públicos (GEZ) la recaudación de una contribución a tanto alzado a la que toda la ciudadanía está sujeta.

También está el modelo escandinavo, que describe la economista Julia Cagé en una nota de la Fundación Jean-Jaurès, que se basa en un impuesto específico (por lo tanto, no sujeto a los caprichos de la economía y menos a la buena voluntad de los Gobiernos), con un máximo fijo (no muy lejos del importe del canon francés actual) y progresivo (que exonera a las rentas más bajas y permite, por tanto, un aumento real del poder adquisitivo).

En realidad, hay muchas fórmulas que pueden aplicarse, siempre y cuando aceptemos esa paradoja que expuso el 9 de noviembre de 1967, ante el Parlamento francés, durante un debate extrañamente parecido al que estamos celebrando hoy, un ministro de Cultura llamado André Malraux. Cuando se trata de obras del espíritu, de la inteligencia del mundo y de la obra de la verdad, el acceso gratuito y universal tiene un precio.