Entre los argumentos esgrimidos en estos días por una alta autoridad para aferrarse a su poltrona —y de paso a los 10.000 euros al mes que le reportaba, más la esperanza de una pensión vitalicia de 4.000 si cumplía medio año más en él— está el de que los hechos por los que se le ha abierto juicio oral no son constitutivos de delito, sino de irregularidad administrativa.
Es decir, reconoce que mientras administraba dinero público no le importó saltarse las reglas que existen para gastarlo. Y sobre ese argumento pretende que se le siga abonando el sueldo con cargo a los contribuyentes, incluso después de verse procesada.
De hecho, sostiene que suspenderla en sus funciones, y con ellas en la percepción de esos envidiables emolumentos, como al fin ha hecho la mesa de la institución que presidía, equivale a cooperar con una estrategia de lawfare contra ella por profesar ideas independentistas.
Que el reglamento de esa institución prevea la suspensión para un caso como el suyo, y que se haya abierto juicio contra ella después de un proceso con todas las garantías, iniciado a partir de los indicios aparecidos en el curso de una investigación policial fuera de toda sospecha, pasan a ser minucias sobre la base de que su mal obrar, que no niega —no puede, con las pruebas existentes— no llegará a ser calificado como delito. Y así deberían apreciarlo los que la suspenden.
Como bella paradoja, en su diatriba contra estos los tilda de "jueces hipócritas", cuando es ella misma la que los insta a que decidan sobre la naturaleza de los hechos imputados, siempre que lo hagan en sentido absolutorio. Esto es, corroborando que no hay delito sino ilícito administrativo, y restando por tanto al procesamiento valor alguno en menoscabo de su investidura.
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Más allá de si hubo delito o no, cuestión que en su día ya dilucidarán los jueces, importa apreciar hasta qué punto se ha bajado el listón de la exigencia moral entre los representantes públicos. Al final, la dignidad exigible a quien ocupa una alta responsabilidad no pasa de ese umbral mínimo que representa el hecho de no delinquir. Y lo peor es que haya miles de fieles dispuestos a defender que alguien sobre cuya cabeza planea ya una imputación, con sólidos indicios de criminalidad, no puede dejar de mantener sus funciones, estipendios y prebendas.
El político siente que puede bajar tanto el listón porque ya sólo responde ante los adictos. Y porque cree que estos tragarán con cualquier cosa siempre que les digan que la causa lo exige, o que no hacerlo es tanto como traicionarla. Y el vicio no es sólo de este personaje, que nos ha hecho en estos días una exhibición de desfachatez como se recuerdan pocas.
Tan maltrecha está ya la decencia pública entre nosotros que representantes de todas las siglas se jactan cuando sus trapisondas se benefician de la prescripción o de cualquier otro escollo técnico y escapan a la acción del Código Penal, aunque sean éticamente dudosas.
Incluso si al final las cosas salen mal y la condena acaba cayendo sobre quienes por acción u omisión realizaron un tipo delictivo con todas las de la ley, queda el recurso de eximirlos de reproche por su condición de compañeros y buenas personas o por no haberse lucrado directamente. Con un poco de empeño, hasta se los puede presentar como mártires, que pagan por los muchos pecadores que escapan al castigo que merecerían.
Es este un estado de cosas coherente con el pobre ejemplo que en materia de integridad en la gestión de la cosa pública han dado los dos partidos mayoritarios, los de las minorías y los de nuevo cuño, apenas han tocado poder. Y poco estímulo habrá para que obren de otro modo, si no les faltan los jaleadores y los consentidores. Si mantenemos tan bajo el listón, no es por otro motivo que el exceso de indulgencia con el correligionario.