Llega a su fin la rama española del tour de nuestra artista más internacional. Un mes escaso en el que han corrido ríos de tinta por cada concierto que Rosalía ofrecía a lo largo del país, con sus motomamis, sus bailarines, sus pantallas y la ausencia de músicos en directo. Esto último, una parida que alguno ha querido reivindicar para sentirse más auténtico en su melomanía, pero que no conviene tomarse en serio.
No ocurre tantas veces que los españoles tengamos la oportunidad de ver a una compatriota en la cima de su talento, siendo su talento una cima del talento mundial. Por ello a Rosalía se le buscan significados y trascendencias más allá de la música, muchas veces opacándola a ella misma, como dándola por hecha.
Indudablemente, toda expresión cultural es un reflejo de su época y circunstancias. Pero lo más fuerte de Rosalía no es lo que representa, sino lo que es. Si me permiten mi opinión como músico, Rosalía se parece más a un extraterrestre que a un movimiento social. Es una cosa inaudita.
Creo que esta celebración de su talento es casi unánime entre toda la gente del mundo musical. Lo suyo es tan evidente que salta a la vista, al segundo, eclipsando cualquier otra consideración. La cebolla de Rosalía tiene tantas capas que ponerse a explorar lo que está fuera de ella resulta cansino y un poco pérdida de tiempo. Y siempre ha sido así.
A principios de 2018 estuve unos días en Miami con mi familia. Mi amigo Dani Ferrandis me había enseñado Los Ángeles (2017), el primer disco de una cantante de flamenco llamada Rosalía con una voz prodigiosa y textos que iban de san Juan de la Cruz a Will Oldham. Dio la casualidad de que, coincidiendo con nuestra estancia, ella iba a actuar en un teatro en Little Havana. Convencí a mi madre para que fuéramos a verla.
La situación era curiosa. El público estaba compuesto casi al 100% por jubilados cubanos, un respetable animoso, pero también con cierta tendencia al murmullo. Vamos, que no callaban. Además, Rosalía no era el único número de la noche. Antes de ella, otros dos artistas flamencos pisaron el escenario con su repertorio de palmas y bailes. Fueron acogidos con cierta indiferencia.
Cuando nuestra Rosa subió y soltó el primer quejío se hizo un silencio sepulcral. Apenas iba acompañada por Raül Refree a la guitarra. Ni coreografías, ni trucos, ni pantallas, ni flashes. Nada. La pura desnudez. A los cinco minutos, medio patio de butacas estaba llorando. Yo miraba de reojo a mi madre porque me daba un poco de vergüenza llorar a mí también, así que hice acopio de todas mis fuerzas y aguanté exactamente una canción más. Luego, compuertas abiertas.
Después del concierto estuvimos un rato con ella. He encontrado los vídeos de esa noche y a mí se me ve gesticulando nerviosísimo y sin parar de sonreír. Ella, dulce y encantadora. Para quien diga que su inocencia es impostada, yo contesto que en persona es bastante evidente que la trae de serie. Le pregunté por sus próximos proyectos y me contó que estaba terminando un disco. A ese cataclismo se le conoció luego como El mal querer (2018).
Cuando escucho a Rosalía hoy sigo oyendo exactamente lo mismo que aquel día. A sus talentos evidentes como cantante ha añadido los de compositora, productora, bailarina y demás. Ahora vive en una burbuja brillante de éxito y front rows, de Rauw Alejandro, de Kardashians. Es una figura mundial, con todo lo que ello implica.
Sin embargo, su música produce en mí aquella vieja sensación. La del placer de ver a alguien con una capacidad inmensa desarrollarla hasta su máximo exponente. Eso es lo que significa Rosalía. La pura alegría de la música, del arte, de estar vivos. El misterio profundo y conmovedor de la voz humana, que nos apela de una forma que no llegamos a entender. Lo demás también existe, claro. Pero sólo es accesorio.