¿Qué diferencia al que intentó asesinar a Salman Rushdie de los que boicotearon el homenaje a las víctimas del atentado de Barcelona de 2017? ¿Y con los que cometieron el atentado? No se pueden comparar.
O sí.
O quizás lo único que les separa es que unos están dispuestos a perder su vida para quitársela a sus víctimas, y los otros nunca pondrán en riesgo nada. Porque además de fanáticos son extremadamente cobardes.
Fanáticos, extremistas, intolerantes. Es la religión, dicen. A veces es justamente la falta de ella. Su sustituto o su mala copia.
Toda la vida conviviendo con ellos, viendo cómo han conseguido que una sociedad enferme. Cómo callan, apartan o acaban con quienes se atreven a dudar, a contradecir. Con quienes reivindican ser individuos sanos.
La ceguera moral necesita retroalimentarse, apoyarse en certezas aunque no tengan nada de ciertas. Porque nada da más miedo que saber que se puede ver sólo con abrir los ojos, o que basta con empujar la puerta de la teórica prisión, para saberse libre. Y lo más difícil: que si uno es víctima, lo es de sus propias decisiones.
Y sobre todo, que puede estar equivocado.
Pero para eso está la tribu, para recordarle al ciego que sus ilusiones no son tales. Que son compartidas y que, por tanto, no pueden ser falsas.
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El fanático necesita ver al otro como un enemigo, siempre. Un mero repositorio de una ideología equivocada. Alguien que no es persona, que carece de sentimientos, de afectos y de historia. Debe despersonalizarlo. De otro modo ¿acaso no sentiría vergüenza? ¿Culpa? ¿Remordimiento?
Ves al menorquín que quiere ser catalán increpando a las víctimas del atentado yihadista de Barcelona. Diciéndoles que él también es víctima, insultándoles, cogiendo a uno del brazo.
Lo mismo quienes le acompañan, los que han decidido que su paranoia y su odio están por encima del dolor y del respeto.
Y te dicen que están trastornados. Que no representan a la Cataluña real ni tampoco al independentismo. Mentira.
Lo bueno del que traspasa los límites es que deja en evidencia la verdad. Si el tal Cesc y los que reventaron el minuto de silencio en honor de las víctimas es un trastornado, no deja de ser "su" trastornado. El representante de esa sociedad enferma en la que han convertido Cataluña. Que no renieguen ahora de él y de los que son como él.
Suya es también la que hasta hace nada ha sido la segunda autoridad de Cataluña, Laura Borràs. La vimos felicitando a los del repugnante boicot, en lo que de hecho no dejó de ser un acto de coherencia con su propia trayectoria. Mucho más que los que ahora claman en las redes que esa gente no los representa. Pero por más que lo nieguen, sí, son sus criaturas.
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El fanático necesita sentirse víctima. Precisa hacer responsables a otros de sus propios fracasos. La élite política catalana lleva décadas haciendo culpable a España de su decadencia y eso es lo que se vio en el acto que había de ser de homenaje a las víctimas del atentado de las Ramblas.
Los nacionalistas vieron en la inmigración magrebí una oportunidad porque en la hispanoamericana habían visto un riesgo. Para la lengua. Y se les fue de las manos.
Cataluña es, de toda España, la comunidad en la que, con diferencia, se desarticulan más células yihadistas y en la que se producen más matrimonios forzosos. También en la que el salafismo mejor, y de manera más fuerte, ha arraigado.
Podríamos pensar que alguna responsabilidad tendrán las autoridades catalanas cuando, a fuerza de prebendas, de nous catalans y de equivocado buenismo, han alimentado al monstruo.
Pero el fanático jamás reconocerá su responsabilidad porque eso le dejaría sin argumentos y su vida dejaría de tener sentido. Mucho mejor culpar a los sospechosos habituales (el Estado español, el CNI), aunque resulte que gracias a ellos, hoy no ha habido otra tragedia como la de las Ramblas.
Se lo decía al principio. ¿Tiene algo que ver el que quiso matar a Salman Rushdie con los que boicotearon el homenaje a las víctimas del atentado y los que lo llevaron a cabo?
Habiendo fanatismo de por medio, matar es fácil. Callar o justificar el asesinato, también. No hace falta irse muy lejos.
Hay un territorio en el norte de España en el que saben mucho de eso. De sembrar el odio, de matar, de callar y de olvidar.