La otra noche pude ver por fin el segundo largometraje de Carla Simón, recién llegado a las plataformas. No sé si la película me gustó más que su ópera prima, Verano de 1993, pero desde luego me hizo pensar bastante.
Alcarràs, título de la película de la joven catalana (y del pueblo ilerdense donde discurre la trama) premiada en el Festival de Berlín con el León de Oro, presenta con maestría el dilema familiar entre resistir con una agricultura poco fructífera o sembrar la tierra de renovables y de paneles fotovoltaicos y colmar la cuenta bancaria con euros en vez de llenar el remolque de melocotones y paraguayos.
En realidad, la directora barcelonesa no pone esta disyuntiva como tal en las manos del clan protagonista, sino que se lo da ya resuelto porque los melocotoneros no son suyos en propiedad, sino que los explotan en una suerte de usufructo gracias a una cesión de unos terratenientes comarcales.
A los payeses del largometraje (Quimet, el abuelo y compañía) solamente les toca gestionar las emociones que genera el saber que les arrancan su medio de vida. Su vida, en definitiva. De ahí esa tensión dentro del clan payés de la que se nutre (y que recoge con maestría Carla Simón, haciendo con ello buena literatura) la película.
A las lágrimas del abuelo (ojo, spoiler) al final del metraje cuando una excavadora arrasa con sus árboles frutales les puso palabras bellas, hace ya medio siglo, Joan Manuel Serrat:
Pare, digueu-me què li han fet al bosc que no hi ha arbres
A l'hivern no tindrem foc ni a l'estiu lloc on aturar-nos.
[Padre, dime qué le han hecho al bosque, que no hay árboles, en invierno no tendremos fuego ni en verano un lugar en el que detenernos].
Fue imposible, mientras veía el filme, abstraerme un minuto del dilema familiar que se les ha presentado a mi padre y a mis tíos. Mucho más al sur de Alcarràs, en La Vega de Granada, concretamente en Daimuz Bajo (cortijada vecina a la de la familia de García Lorca: Daimuz Alto), una inversora extranjera viene con un volquete de billetes dispuesta a arramblar con los olivos centenarios y sembrar nuestra tierra de paneles fotovoltaicos.
Hace apenas dos semanas, cuando estuve de visita en el campo donde vivimos los felices veranos de nuestra infancia, supe de esta cuestión. Evidentemente, por ser nieto, yo ahí no tengo voz ni voto. Pero de tenerlo, mi garganta pronunciaría un rotundo "¡no!" y mi voto sería una peineta para los de las renovables.
Quizá sea fácil pronunciarse rotundamente desde una posición cómoda como es la mía, meramente teórica y sin responsabilidad. No lo sé, probablemente todo sea mucho más complejo: los intereses, las presiones, las herencias, la sostenibilidad…
Pero pobre alma de aquella que, por muy acuciante necesidad de liquidez que tenga, no se retuerza en la cama, dolida y contradictoria, como el tronco de un olivo. Puedes acabar vendiendo, cediendo por las causas que sean. Mas si antes no has pasado un calvario para tomar esta dolorosa decisión, plantéate si tus valores y tu moral no fueron vendidos previamente al inhumano capitalismo.
Plantear este asunto de vender o no vender desde una visión cortoplacista es un error imperdonable, un enfoque tremendamente egoísta.
Piensa en el abuelo (por cierto, la muerte del patriarca de los terratenientes también es el punto de partida de Alcarràs) y en qué posición adoptaría. Otea el horizonte del olivar y plantéate lo que le dejas a tus hijos, a tus nietos. ¿Un país sembrado de acero, una naturaleza muerta en manos de sociedades capitalistas radicadas en Suiza o en Andorra?
Ya lo cantó tu paisano Carlos Cano. Escúchalo:
¿A dónde va la luna por los trigales?
A pedir que no arranquen más olivares
Que me dan alegrías y me quitan hambre
Y en diciembre me alivian las penas, madre.
En fin. En Alcarràs, Lérida. En Daimuz, Granada. Y seguro que en miles de sembrados del campo español. El mismo problema. Otra vez la letra de Pare, de Serrat:
Ja són aquí
Monstres de carn
Amb cucs de ferro
Pare.
[Ya están aquí, monstruos de carne, con gusanos de acero, padre].