Afirma la candidata a la presidencia del Gobierno vasco por EH Bildu, Maddalen Iriarte, que la injusticia del daño causado por ETA depende del relato que cada uno tenga de los hechos.
Traduciendo al español corriente: matar a traición, matar niños, matar a adversarios políticos, matar a quien no se calla, matar a quien pasaba por allí o matar a quien dicen que dijo, entre otras bellas acciones auspiciadas por el hacha y la serpiente, no es en sí mismo nada. Todo depende, en fin, del enfoque narrativo.
No está mal el alarde. Así se comprende que esta gente de paz siga promoviendo actos de exaltación de verdugos, pese a los pucheritos demócratas que de vez en cuando se les escapan en la tribuna del Congreso. De momento sólo son apoyo necesario para llevar a término decisiones de Gobierno en Madrid, pero pronto esta narradora podría ser quien las tomara en Vitoria.
Eso hace que la narratología se convierta en una ciencia de moda, y que debamos prestar más atención a las habilidades que cada uno tiene para presentar las cosas a la luz que más lo favorece y mejor deja a los suyos, incluso cuando los suyos son autores de aberraciones indefendibles. Por otra parte, el recurso al relato como herramienta política principal plantea fundadas reservas acerca de la resolución real de nuestros problemas.
Y es que el relato sirve para confortar conciencias, avalar intereses y quizá ganar elecciones, pero lo único que te saca de un apuro es afrontar la dura verdad, que viene a ser al relato, como lo entienden Iriarte y los políticos posmodernos, lo que la física o la química son a la magia y la astrología. Si dejamos que los cuentacuentos partan el bacalao, tenemos menos futuro que un ciervo absorto su imagen en el charco de un coto de caza.
Porque este vicio narrativo no es patrimonio exclusivo de la izquierda abertzale, acuciada por el elefante ensangrentado que se aloja en su habitación. Al relato como artilugio orientado al despiste, o directamente a la reversión de la realidad, recurren en estos días tan orwellianos dirigentes de toda ideología y de toda condición, a lo largo y ancho del planeta. Tal vez el caso más aparatoso sea el de Putin, calificando a los agredidos de agresores y a la guerra de pacificación, pero no es el único.
Véase, por ejemplo, el caso del presidente de Francia, el por lo demás siempre sustancioso Emmanuel Macron. Frente a una emergencia que amenaza al continente y a la Unión de la que su país es pilar esencial, se marca un discurso sobre el fin de la abundancia y de la despreocupación, en términos globales y casi metafísicos, para presentarse —se viene a inferir— poco menos que como el filósofo llamado a iluminar semejante tiniebla.
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Con ello distrae la atención de las cuestiones concretas que nos interpelan en esta encrucijada. En concreto, la escasez de fuentes de energía primaria, frente a la que Francia reacciona en estos días de manera miope, enrocándose en su apuesta nuclear y su boicot a las conexiones con la península Ibérica, cuando el interés de Europa lo que exige es todo lo contrario: construir una red de autopistas energéticas que nos permita hoy aprovechar la capacidad de regasificación ibérica y mañana traer hidrógeno verde del continente africano y contribuir así a su desarrollo.
Así, no es de extrañar que Francia no deje de perder terreno en África, y que el Gobierno alemán invite al presidente español a una reunión para empezar a analizar la opción del gasoducto con Italia y prescindir del mal socio francés. Y es que apostar por los cuentos, en vez de las cuentas, pasa siempre factura.
Tampoco, dicho sea de paso, ha andado fino esta semana con su relato el PP. El ineludible decreto de ahorro energético ya es ley, y sus aspavientos, inspirados por Ayuso, un traspiés que, volviendo al principio, refuerza el relato que convalida a Bildu.