Una vez le dije a mi abuelo que mi generación asumía la derrota. Nosotros no contaremos a nuestros nietos historias como las que hemos escuchado. Lo vi tan claro que no me importó hablar en nombre de millones de personas.
Me acuerdo, mientras escribo, de las palomas que el abuelo mataba a pedradas por las calles de Zaragoza para tener algo que llevarse a la boca. Me acuerdo también de los camiones por la noche, en julio de 1936, con los bajos vomitando la sangre de sus hermanos mayores. O de la carta devuelta a los terroristas diciendo que no había dinero para ellos.
No sé si nosotros hemos sido más felices. Lo que sí sé es que el contexto nos ha favorecido. Aunque la felicidad, eso ya me ha dado tiempo a aprenderlo, casi nunca tiene que ver con el contexto.
Somos la generación que tendrá que recurrir a la ficción para mostrar la vida a nuestros cachorros. Seremos más lo escuchado y lo leído que lo vivido. Y para eso hace falta una humildad de la que, en muchos ratos, supongo, carecemos.
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Porque ese maldito contexto, ¡tan maldito por lo bueno!, nos ha empujado a la aristocracia de la Historia. En Europa, con la excepción de las minorías maltratadas, los que llegamos a finales del siglo pasado apenas hemos conocido el dolor de los pueblos. Sólo hemos palpado nuestras desgracias. No sabemos nada de la desgracia colectiva, que son las que instalan los traumas en la memoria de los países.
Independientemente de nuestra clase social, vimos la luz en el paraíso de la sanidad pública, de los colegios modernos, del Estado de derecho, de los supermercados abastecidos. Me doy cuenta, y miro en silencio, cuando veo al abuelo elegir la fruta. Imagino que se mira las manos y ve en sus arrugas el progreso. No el suyo, el de un país. Yo me miro las manos... y sólo veo mis manos.
Pero algún día tenía que acabarse. Algún día, pensaba con los libros de Historia delante, la tragedia se elevaría al cubo y aprenderíamos a ser todos una sola tragedia. Fue el coronavirus. Y tuvimos suerte. La peste menos mortífera de todas.
Aunque, de pronto, llegamos al supermercado y no había leche. No había huevos. Tuvimos miedo. Actuamos con histeria porque no teníamos Historia. Hicimos lo que se esperaba de nosotros. Era nuestra primera vez.
Ahora, sin ser catastrofistas, puede que haya una segunda. Matan sin sentido a gente como nosotros. Los que matan y mueren se parecen un poco a ti y a mí. Están a tres o cuatro horas en avión. Llevan la misma ropa, siguen la misma moda. Pero hay algo que no funciona. En nuestra mirada, en nuestro decir, en nuestro parecer. Es ese "estigma de los ojos" del que habla Vicente Gallego en su poema.
Ha sido tanto el bienestar, ¡llegamos con el Estado del bienestar fundado!, que no contemplamos la posibilidad del sufrimiento conjunto. Tanto es así que nuestros políticos se pelean por prometer soluciones a cualquier atisbo de sacrificio.
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"Conmigo no tendréis que bajar la calefacción ni que gastar menos luz". ¿Os imagináis que uno se vuelve loco y dice la verdad en la tribuna del Congreso? "No sé lo que va a pasar. No sé si podremos vivir como hoy. Haremos todo lo posible, pero no está garantizado. Y si fuera dramático, ¿qué?".
Lo máximo que se nos exige es renunciar a la corbata. Un país en que esta noticia alcanza sus portadas es un país que no sabe sufrir. Yo no sé sufrir. Me doy cuenta y por eso lo escribo.
En frío, con el ordenador delante, la cena cerca y la luz eléctrica inundando la habitación, lo pienso y me da miedo. ¿De verdad no seríamos capaces de aminorar levemente nuestro tren de vida para salvaguardar la libertad de una pequeña nación agredida por un imperio autocrático?
Cuando el abuelo era joven, daba miedo aquello de lo que eran capaces. Ahora que los jóvenes somos nosotros… da mucho más miedo aquello de lo que somos incapaces.