En un mensaje de esos que corren por WhatsApp aparece una portada apócrifa de las aventuras de Tintin. El álbum lleva por título Tintín en Barcelona. El héroe de Hergé está sucio y borracho, sentado en la acera y apoyado en una pared manchada de grafitis, rodeado de botellas y cigarrillos, y con dos cuchillos ensartados en su frágil cuerpo.
La imagen cumple perfectamente el propósito del humor: la representación ridícula de la realidad. Esta vez, sirviéndose del mítico periodista trotamundos, aunque el dibujante podría haber puesto allí hasta a Superman o a James Bond tirados en una calle barcelonesa.
En el programa La vida moderna (SER), un tal Ignatius Farray se hacía eco del falso Tintín en Barcelona calificándolo, entre risas bobas, de "arte facha". Se entiende que la merecidísima etiqueta se la colocaba el citado memo porque ironizar sobre la decadente Barcelona de Inmaculada Colau es atacar "a los nuestros". A los suyos, se entiende.
Una característica de la izquierda existente es el descarado corporativismo, una especie de vínculo sagrado. El reduccionismo de esta gente divide el mundo en dos categorías. Ellos, los buenos. Y los demás, la ultraderecha, más mala que la quina.
No busquen en su verborrea rastro alguno del centro político, ni casi de democracia, me temo. Son demócratas orgánicos, de voto correcto y voto equivocado, no hace falta detallar más. Hay quien todavía se extraña de que suspiren de vez en cuando por Cuba, país que organiza plebiscitos en los que sólo puede vencer un partido.
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Otra de las características es la pereza, el farragoso esfuerzo por conocer los datos. Y para qué, si encima se corre el riesgo de que desmientan los eslóganes. Con lo cómodo y fácil que resulta ponerle la etiqueta "facha" a cualquier asunto o persona que no comulgue con el ideario chupi y condenarlo así a la oscuridad, allí donde los enemigos pergeñan el eterno fascismo.
Yo no sé si queda algún viejo comunista en España que pueda recordar aquel principio de la izquierda, lo de nunca dejar de ser críticos y leer libros para instruirse. Me temo que ya no, a la vista del grosero ambiente general.
Vayamos, pues, a los datos. Según el Ministerio del Interior, y a partir de informes policiales de los cuerpos presentes en Barcelona (Guardia Urbana, Mossos d'Esquadra, Policía Nacional y Guardia Civil), los robos con violencia se dispararon durante el primer semestre de 2022. Se registraron 6.095 robos callejeros, lo que supone un aumento del 41,3% respecto al mismo periodo de 2021 (4.314 delitos de la misma naturaleza). En cuanto a los hurtos, hubo más de 36.000, superando los 21.000 del año pasado.
Pero no se trata sólo de delincuencia y de la menguante capacidad represiva de la policía.
Cualquiera que viva en Barcelona, como el que esto escribe, tiene un exacto recuerdo de cómo la política municipal ha ido cargándose un modelo de éxito. Y no ha sido por casualidad. Estaba en los planes de la alcaldesa (vieja okupa) poner en práctica el programa revolucionario de "cuanto peor, mejor".
Así, las aceras están sucias, los jardines abandonados, las okupaciones crecen y los chorizos y manteros campan a sus anchas. Estos últimos poseen hasta un sindicato, lo cual les convierte en privilegiados frente a los ladrones reincidentes (el equipo de gobierno debería compensarles con un carnet o una asociación, por ejemplo).
"Es siempre bueno venir a Barcelona, tomaros como ejemplo, porque desgraciadamente no estamos igual de bien en otros sitios y creo que el camino que se tiene que seguir es sin duda el de Barcelona", declaraba Lilith Verstrynge. Si bien, por mucha poesía que las amigas de Colau dediquen a la Ciudad Condal, la estampa del pobre Tintín tirado, borracho y agredido está ya homologada.
En las últimas fiestas de la Mercè se produjeron diversos apuñalamientos (uno con resultado de muerte), peleas y destrozo de mobiliario urbano. Forma parte de una tendencia, de una nueva memoria del subdesarrollo cívico en el que está atrapada Barcelona.