Irene Montero tuvo en el Pleno del Congreso del miércoles pasado la ocasión de desdecirse sobre lo que la semana anterior se interpretó como apología de la pedofilia.

Podía incluso haberlo hecho antes.

La ministra de Igualdad, Irene Montero, y el portavoz de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián.

La ministra de Igualdad, Irene Montero, y el portavoz de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián. EFE

En el manual del político está pedir disculpas "por si alguien se ha sentido ofendido", que es como no decir nada, pero queda bien. No importa si no se sabe que es lo que se ha hecho mal. Basta que lo que sea se convierta en viral (antes era suficiente que llegara a la portada de un periódico para que se desatase el pánico) y que el jefe exija que se acabe con la polémica ipso facto.

De hecho, para eso se inventó el politiqués. Para poder hablar sin decir nada (nada que comprometa para bien ni para mal) y evitar así pillarse los dedos.  

Pero eso era en la vieja política, en la del bipartidismo, en la de la supervivencia hasta el día de la jubilación.

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No es el caso de Podemos. Cabalgar contradicciones, las que haga falta. Disculparse (al menos en público), ni hablar. Retroceder, ni para tomar impulso.

Si acaso, atacar verbalmente. Y sólo porque, por ahora, no hay manera ni encaje legal para quitarse de encima físicamente al disidente.

Pero todo se andará si les dejamos.

Por cierto, hablaba de la interpretación que se había dado a las palabras de la ministra Montero en la Comisión de Igualdad del Congreso por darle el beneficio de la duda. De la duda de si sabe expresarse o no. Porque lo cierto es que la literalidad de lo que dijo no da lugar a otra interpretación que la que se le dio: 

–Porque todos los niños, las niñas, les niñes de este país, tienen derecho a conocer que pueden amar o tener relaciones sexuales con quienes les dé la gana, basadas eso sí en el consentimiento. Y esos son derechos que tienen reconocidos.

Vox y Ciudadanos han pedido su dimisión. Quizá porque, viendo más allá de la anécdota, saben que cualquier teoría, por loca que hoy nos parezca, es susceptible de ser convertida en ley, como la experiencia de estos tres años se ha encargado de demostrarnos.

Recuerdo las risas, entre el choteo, la estupefacción y la indignación, con el uso del neoartículo les, el vídeo de las estrafalarias de "les gallines" y el gallo violador, y todas las mamarrachadas que nos han llegado a nuestras redes sociales. Hoy prácticamente todo es ley o puede serlo.

Si miramos más allá de nuestras fronteras, recordemos que en 2016 las juventudes del Partido Liberal sueco abogaban por legalizar el incesto (en mayores de quince años y siempre que fuese consentido) y la necrofilia. "Entiendo que la necrofilia y el incesto puedan ser consideradas como inusuales y repugnantes, pero la legislación no puede basarse en que sean repugnantes", decía por aquel entonces su portavoz, Cecilia Johnsson, en una entrevista para el Daily Mail.

Y tenía razón. No hay límites.

Mensaje a los bienintencionados (incluida la Conferencia Episcopal Española): quizás Irene Montero dijo exactamente lo que quería decir.

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Pero imaginemos que no. Que realmente no sabe hablar y que los tiempos verbales son para ella tierra ignota.       

Eso que han querido entender prensa y comentaristas afines, o simplemente indulgentes, bastaba con que lo ratificase Montero en sede parlamentaria.

En lugar de eso, la amenaza de la muerte política a quien la ponga en evidencia (por inane o por perversa) y la ley del aborto como un detente bala ("porque a los fascistas se les para con derechos"). Como si el aborto fuese una bandera y no un drama.  

Y en el centro del debate, además de ese tic dictatorial a lo Pasionaria, la educación sexual de los niños.

Que sí, deben recibirla. Pero en ningún lugar está escrito que no exista otra educación sexual distinta al catecismo podemoide. Hay otros modelos. Que se dejen en casa su ideología y sus traumas, y que permitan a las familias decidir.