Hay noticias que es mejor leerlas juntas.
El jueves se celebraba el Día Mundial de las Pacientes con Cáncer de Mama Metastásico. Entre los actos con los que conmemoró, hubo una concentración silenciosa frente a Congreso, para echarle en cara al PSOE que fuese el único partido que había votado en contra de que se aceleren los plazos para adquirir los medicamentos ya aprobados por la UE, y que harían que las mujeres diagnosticadas de este cáncer no estuvieran necesariamente sentenciadas a muerte.
¿El motivo de la negativa? No hay dinero para financiar esos fármacos.
El lunes 10, el Gobierno bloqueaba la entrada en vigor de la Ley ELA seis meses después de su aprobación (por unanimidad) y tras 17 meses de prorrogar una y otra vez, el plazo para presentar enmiendas.
La lucha incansable de enfermos como Jordi Sabaté, Carlos de Pablo, Rakel Estúñiga y otros que dan su testimonio en las redes sociales, y su demanda de que se les ayude a hacer frente a los gastos que supone mejorar, aunque sea un poco, su calidad de vida, no ha obtenido otra respuesta que el bloqueo.
Al final, Jordi Sabaté tiene razón: a él y a otros como él, el único apoyo que se les ofrece es la posibilidad de acabar con su vida.
De nuevo el escollo es el dinero, el que cuesta el tratamiento de quien no va a mejorar pero tiene el derecho de vivir sus últimos años, meses o días con dignidad y con el menor sufrimiento posible.
¿Cuánto vale la vida de las 4000 personas que sufren esa enfermedad neurodegenerativa y sin cura? ¿Cuánto la de las 36.000 mujeres a las que se les diagnostica cada año de cáncer de mama metastásico? Si nos lo preguntasen a muchos, diríamos que el que haga falta, que a eso sí que queremos que destinen nuestros impuestos.
Pero quizás no se trate de dinero, o no sólo de dinero, sino de algo más profundo. De valores, de ideología, de humanidad.
La muerte como única respuesta a las enfermedades incurables, a los embarazos no deseados, a las situaciones de dependencia siquiera leve, implican la certeza de que no todas las vidas merecen ser vividas y de que hay personas descartables.
La enfermedad, el sufrimiento, la dependencia, la vejez, la discapacidad, no son fotogénicas y cuestan dinero. Por eso, cuando se niega el valor de cualquier vida por sí misma, cuando no se entiende que cualquier individuo es único e irremplazable, es fácil disfrazar de compasión lo que no es más que eugenesia.
Se nos pretende hacer creer que ofrecer la muerte como alternativa es un acto de piedad y de generosidad. Lo cierto es que no lo es cuando no se brindan otras opciones. Cuando no existe la libertad de elegir.
75.000 personas necesitan cada año acceder a cuidados paliativos, y se les niegan. Y mientras tanto, la demanda por parte del colectivo médico y de los propios pacientes de una Ley de Cuidados Paliativos ha tenido, por parte de los partidos en el Gobierno y de sus socios, como única respuesta una Ley de Eutanasia tramitada –como todas sus leyes ideológicas– de manera apresurada, sin enmiendas relevantes y sin escuchar a quienes saben de la cuestión.
Dicen que todas esas leyes generan derechos. Yo creo que lo único que producen es desamparo.
El jueves, Ana, la pareja de Andrés, un enfermo de ELA, comunicaba en Twitter que éste ya no podía más, que tiraba la toalla y que iniciaba los trámites para que le fuera aplicada la eutanasia. En palabras de Ana, “un enfermo menos en el que invertir”.
El mismo día, además de la denuncia de la negativa del PSOE a que se financien los fármacos para el cáncer de mama metastásico, en el manifiesto de la asociación que representa a estas pacientes, una frase: queremos seguir viviendo.