Cuenta Fernando Trueba en El crítico, el documental sobre Carlos Boyero que se ha estrenado este fin de semana en TCM, que cuando le vio aparecer por la puerta el primer día de universidad, le asaltó una alegría incontenible: "Anda, uno más feo que yo".
Al tío le sobraba cabaré. Llegó con la cabeza rapada como un punki malhumorado, con Bartleby, el escribiente debajo del brazo y con un rictus de desprecio mundial. Casi escupió al suelo cuando dijo en voz alta, dirigiéndose al resto de sus compañeros: "Esto está lleno de progres de mierda".
Como no podía ser de otra manera, enseguida se hicieron amigos.
A Carlos Boyero le expulsaron siendo un niño del internado católico, y siendo algún día un fósil le echarán de la residencia de ancianos, porque la verdadera rebeldía es una cosa testaruda como un goteo, una fuerza resistente al bofetón de los meapilas, a los intentos de censura, a las cartas de despido y hasta a la soledad amarillenta.
Yo a Carlos Boyero le admiro porque la personalidad siempre es algo admirable en este mundo de inocuos, de apesebrados, de titubeantes, en este mundo de wannabes cortitos, y porque escribe mejor de lo que escribirán en mil vidas sus detractores, y porque no necesita sacar músculo intelectual ni ponerse barroco para resultar insolente y brillante.
Como decía Alvite, Boyero es un personaje, nena, y los personajes no merecen un reproche, sino una crítica literaria. Me gusta Carlos porque es anfíbico, a medio camino siempre entre lo cerebral y lo sentimental, y porque teclea frases cortas con las tripas sangrantes en la mano, y porque todos sus esfuerzos han ido destinados a ser culto y autárquico y no a ser simpático ni neutral, pero aún así amasa algo mucho más valioso que una férrea legión de adeptos: un terrible ejército de amigos.
Me gusta Carlos porque amaba a su madre y se quitó el apellido de su padre. Me gusta Carlos porque no se arrodilló ante el ego de Almodóvar, que me gusta también.
Qué divertida la popularidad a la que se llega siendo netamente impopular. Qué gloriosa la elegancia que se alcanza escarbando en el desastre.
Boyero se le antoja un animal temible a los mediocres y una criatura leal a sus compadres, y esos son, a fin de cuentas, los códigos humanos en los que creo. Y me conmueve su serena soberbia con trazas de melancolía, y abrazo su pesimismo enérgico, su hastío rebozado de curiosidad (contradictorio, insufrible, magnético), y me excita consumir su ética y su estética impredecibles, porque eso es una demostración de su expectorante vitalidad.
Carlos hizo algo muy importante, que es elegir no hacer nada, y ya en la facultad avisaba de que no quería ser guionista ni director ni hostia ninguna, y morirá (ojalá que dentro de mucho) con decenas de novelas dentro: escritor sin libros, como Michi Panero. Yo no siento lástima por sus obras maestras abortadas, al contrario, las entiendo en su lógica no nata, porque el talento, como dice Busquets, nunca se administra ni se invierte, el talento sólo se dilapida.
La otra noche, para celebrar que un tipo como Boyero haya podido existir, me compré El buscavidas, de Robert Rossen, con un Paul Newman arrollador a los mandos, y lo hice porque es su película favorita, como quien busca en las obsesiones de alguien que le fascina la pieza del puzzle que le falta para entender su secreto, maquillado entre tendones y músculos y piel.
Entonces entendí que esa historia fue para Boyero (el Boyero crío que se escapaba, nocturno, para colarse en las salas de cine de Salamanca) prácticamente una profecía autocumplida. Es el cuento perfecto para los nacidos para perder. Lo importante no es el genio, dicen allá. Lo importante siempre es el temperamento.
Admiro a Boyero, el crítico insólito, vitriólico, vicioso, sensacional. Admiro a Boyero, el caballero antimoderno desarraigado del mundo, sordo de las modas y a la velocidad del mundo como una cabina abandonada. Admiro a Boyero porque demuestra lo peligroso que puede ser un hombre solamente escribiendo sobre cine.