Este otoño organiza el Ayuntamiento de Madrid un recorrido por la ciudad conmemorando los 150 años del nacimiento de Pío Baroja.
Baroja nació en San Sebastián, pero en su lugar de origen no hay todavía ningún proyecto para celebrarlo. También es cierto que el escritor vino al mundo un 28 de diciembre (por lo que la capital se ha adelantado), y que en Donosti cuenta, a modo enunciativo, con un busto, una avenida, un parque y hasta un polideportivo con su nombre. Que tampoco está mal.
A principios de año, eso sí, este Ayuntamiento rechazó casi por unanimidad concederle la Medalla de Oro. Uno de los argumentos esgrimidos fue que Baroja habló muy mal de la ciudad, tesis difícil de defender por aplicable a cualquier ciudad que conociese en vida.
Pero volvamos a Madrid.
Me imaginaba cómo recibiría Baroja este homenaje, y supongo que con un gesto hosco, casi de desdén. Dice en sus memorias "la personalidad social no me ha interesado mucho, ni los títulos honoríficos. A cualquier cosa de estas de carácter oficial o social, prefiero convivir con gente simpática y agradable".
Recuerda un poco al recientemente fallecido Javier Marías, que siendo un escritor de literatura profunda huía de la solemnidad en lo personal. Incluso rechazaba los premios. Se resume en eso de tomarse muy en serio el arte y muy poco el artista, que creo que es la más sana actitud.
Era propio de su carácter lo de mostrarse muy desdeñoso con casi todo. Y a la vez sentir una curiosidad infinita por lo humano. Todo ello trasluce en sus novelas, irremediablemente pesimistas ("me gustaría no serlo, afirmaba, pero lo soy, tanto por instinto como por experiencia") y a la vez plagadas de personajes memorables en constante lucha por la vida, enérgicos, aventureros. En el pesimismo de Baroja, curiosamente, siempre hay esperanza.
Y no la hay porque la sociedad de entonces fuese un lugar feliz. Qué va. No hay libro del autor en el que no se resalten las injusticias del país, el paupérrimo estado de España, la comparación ridícula al ponerse frente al resto de naciones europeas, la mezcla de ombliguismo y menosprecio a lo propio, ese ensimismamiento que quiere ver en la miseria propia algo de originalidad, un adanismo de lo malo.
Para uno de sus clásicos, Mala hierba, podría valer perfectamente la reflexión de Victor Hugo en Los Miserables: "No hay malas hierbas ni hombres malos, sólo hay malos cultivadores". Seguro que nuestro país de hoy, aun con su infinita mejora respecto al que le tocó vivir, despertaría en él ese misma crítica, ese enfado contra la sociedad por ser un medio hostil para una parte de sus habitantes.
No hace falta que enumere taxativamente las fallas que están a plena luz del día, porque cada uno verá las suyas. Las de esta semana serán sustituidas por las de la semana que viene, nunca lloviendo a gusto de todos. Lo que es seguro es que le causarían un gran enfado y serían motivo de crítica despiadada.
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Pero detrás de estos problemas están las personas. Y Baroja siempre tuvo una fe curiosa en ellas. Sus protagonistas están tratados con un extraño cariño. Con una extraña confianza. En el pesimismo conjunto siempre salva al individuo porque lo comprende, entiende su humanidad, su débil constitución, lo que tiene en común con el propio autor.
Cree Baroja que lo que a sus ojos estropea a una persona es el medio, no la persona en sí. En un tiempo en que las estatuas tienen pedestales de cristal, su forma de criticar me resulta más constructiva que nunca. A piedras contra las ideas y los males colectivos, comprensivo con los individuos.
La dinámica social es en muchos casos la opuesta. Con la crítica se aspira a eliminar a la persona. El contrario encarna el mal. Se olvida que ser humano es ser contradictorio, sujeto del tiempo de uno, producto de fuerzas interiores y exteriores que moldean la personalidad.
Baroja odió prácticamente todo a lo largo de su vida. ¿Qué fue de lo poco que se salvó? Las personas. Me gustaría salvarlas a mí también.