Torrente anuncia colchones. No lo hace encarnado por su creador, Santiago Segura, sino por uno de los tantos imitadores vocales que le han salido al personaje en estos casi 25 años. La campaña de cuñas en radio es de las que despiertan en el oyente un vivo deseo de gastar dinero. No, desde luego, para comprar el producto anunciado. Sí para desafiar al tiempo y al espacio y asistir a la reunión creativa en la que se decidió que aquello podía ser buena idea.
El colchón que yo quiero es el opuesto al que vaya a adquirir Torrente. Lo menos que uno asocia a ese artículo en voz del expolicía es el más completo ecosistema de formas de vida que jamás haya conocido la parasitología. Por si hacía falta darle un empujoncito al subconsciente, las cuñas se rematan con la frase “¿Nos hacemos… unos colchones?”.
Siempre sale el que te dice que la campaña es buena porque consigue que se hable de ella. Es cierto. Y en este caso, además, se da la circunstancia de que incluso recuerdo el nombre comercial del anunciante. (Tantas veces se dice que un buen anuncio publicitario se malogra porque la marca no se retiene). Es una información de gran ayuda, porque me servirá para tener muy presente dónde no voy a surtirme de mi próximo colchón. Enhorabuena a los creativos.
Líbreme Dios de dármelas de Don Draper. Pero creo que alguien ha confundido la popularidad de un personaje con su eficacia como prescriptor de bienes de primera necesidad y no poca dosis de intimidad. A Torrente le puedes comprar un cocido “con mucha sustancia” pero no un colchón sobre el que posar tu cuerpo ocho horas al día durante un tiempo recomendado de diez años.
Porque un mensaje cambia mucho según quién te lo enuncie. La posibilidad de que la información pública generada por las fuentes oficiales gubernamentales tenga un espacio reservado en los informativos de televisión como si fuera el parte meteorológico, por ejemplo. Que lo proponga un expolítico rebotado desde el altavoz de su pódcast o que lo haga la ministra portavoz en ejercicio marca la diferencia entre el miedo y el terror. Del “de la que nos hemos librado” al “pero en qué manos estamos”.
El Gobierno se apresuró a quitar cualquier atisbo de oficialidad a la ocurrencia. Es un alivio. Pero no resta valor a la reflexión que expresó Isabel Rodríguez. Es su sinceridad lo que, precisamente, la hace tan reveladora. Sí: los políticos piensan así. No entienden el filtro periodístico que sus decisiones pasan antes de presentarse al público. ¿Cómo es posible que las exposiciones sin tacha del Consejo de Ministros aparezcan matizadas en las crónicas de los diarios, las radios y las teles? ¿A quién se le ocurrió eso del intermediario?
No hay un Meteosat para los decretos leyes, pero las iniciativas del ejecutivo pueden, según Rodríguez, ser objeto de un escrutinio igual de aséptico. Veracidad variable con posibilidad de manipulaciones. La realidad es que incluso esas imágenes de satélite cada vez más precisas llegan interpretadas al público por el trabajo de un meteorólogo o de un periodista especializado en la materia. A ver si va a ser la única que no cargó un paraguas en balde por el exceso de confianza de un hombre o mujer del tiempo.
[Opinión: Isabel Rodríguez quiere un NO-DO]
Rodríguez ha cometido un error de cálculo en su comparación. Las páginas y las escaletas dejan la información meteorológica para el final. Entiendo que su relato soñado de la actividad gubernamental debería ser la noticia de arranque. Con un poco de habilidad en el montaje, los espectadores pueden quedar lo suficientemente empachados como para no quedarse a contrastar la propaganda oficial con la información.
La propuesta trae a la mente un buen número de comparaciones más o menos jocosas, que van del NO-DO y el “parte” obligatorio de RNE a Corea del Norte, con todas las paradas intermedias que se quieran. No es más que una ocurrencia. Elocuente, pero ocurrencia al fin y al cabo. Si alguien estuviera trabajando en semejante propósito no lo expondría con esa candidez. Para la manera de ver las cosas de Isabel Rodríguez, supone un escenario idílico. Para cualquiera con un mínimo amor por los contrapesos en las democracias, una distopía que únicamente puede ocurrir en las pesadillas más pavorosas. Esas que sólo pueden surgir de una siesta en el colchón de Torrente.