Los paralelismos resultan siempre esclarecedores. En estos días, dos mujeres poderosas encaran las consecuencias de sus propias decisiones, que las han conducido a sendos patinazos, como fruto de una conjura en su contra de agentes malévolos. No dejan con ello de situarse en la tradición hispánica: véanse los traicioneros encantadores que para el buen Alonso Quijano se hallaban siempre detrás de sus tropiezos y desdichas.
Es un revés, se mire como se mire, que la reforma legal que pretendía reforzar la protección de las mujeres frente a delitos contra su libertad sexual tenga como consecuencia la reducción de penas o incluso la excarcelación de delincuentes sexuales condenados. Podría su máxima impulsora, la ministra Irene Montero, preguntarse en qué medida el resultado es debido a una técnica legislativa mejorable, esto es, a un error que a su departamento le convendría enmendar. Pero resulta más rápido achacar la culpa a una conspiración de jueces retrógrados.
No es un triunfo, ni mucho menos, que la reorganización de las urgencias extrahospitalarias, con el propósito ostensible de ahorrar personal y recursos, conduzca a su colapso y a una ola de movilizaciones de sanitarios y ciudadanos enfurecidos. Nada impide a su última responsable, la presidenta Isabel Díaz Ayuso, meditar acerca de la oportunidad y el acierto de la medida, en un contexto postpandémico en el que la sensibilidad hacia los asuntos de salud es máxima. Pero, nuevamente, también cuesta menos tildar a todos los movilizados de comunistas resentidos.
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Por supuesto, los problemas en las sociedades actuales son siempre muy complejos y cuando algo sale mal no resulta del todo impertinente invocar alguno de todos esos factores que a la postre inciden en cualquier percance. Es verdad que las leyes penales (sobre todo cuando se usa el Código Penal como una suerte de antibiótico de amplio espectro) plantean cuestiones interpretativas que los jueces pueden y deben resolver. También lo es que existe un problema general de falta de mano de obra médica (sobre todo para cubrir plazas mal retribuidas) y que esa carencia complica la gestión de la atención sanitaria.
Sin embargo, no es menos cierto que las leyes bien escritas (por ejemplo, con unas adecuadas disposiciones transitorias) suscitan menos dudas interpretativas, y más cuando se trata de un derecho como la retroactividad penal favorable, que ha de apreciarse siempre además a la luz del principio in dubio pro reo. Y sucede, también, que la escasez de cualquier recurso suele gestionarse mejor desde el pacto con los afectados que desde el despotismo administrativo y los traslados con nocturnidad.
Algo debe de tocarles a Montero y Ayuso pues del incendio que ambas tienen en su salón de estar, y algún extintor, por más pereza o rabia que les dé, tendrán que procurarse. Perseverar en la transferencia de responsabilidad hacia espantajos abstractos no parece un camino que conduzca a parte alguna, como tanto gustaba de decir cierto exinquilino del palacio de la Moncloa.
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Otra cuestión es si este involuntario concurso de patinazos lo están afrontando quienes se sienten como sus beneficiarios de la manera más acertada y prometedora para sus intereses. Los que ahora se ensañan con la ministra, o los que se engolosinan con el traspié de la presidenta, en la creencia de que aquí está al fin la oportunidad de apear a una e interrumpirle el vuelo a la otra, tal vez olviden que a la hora de la verdad la política tiene una dimensión propositiva que no conviene ignorar jamás.
Ni el Gobierno va a caer ni Podemos se va a deshacer por este paso en falso de la ministra morada. Y hará mal la izquierda madrileña en creer que este desatino sanitario tumbará a Ayuso. Los votos hay que ganarlos, no esperar que otro los pierda.