La decadencia de la política española de los últimos años se ilustra muy bien en la evolución de las campañas institucionales de publicidad. Para cuando creemos haber hecho la digestión de la deconstrucción de 'El Fary', tenemos ya servido el ataque a un comunicador crítico con el Gobierno que osó preguntar por ropa interior a una actriz que acudía a su programa para promocionar ropa interior. La publicidad institucional tiene un mérito incontestable: consigue que el objeto de una diatriba pública se pague la campaña en contra de su propio bolsillo.
La última –puede que para que cuando usted lea estas líneas sea ya la penúltima- corre de parte del ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. Vemos a una serie de madres y padres despreciables. De esos que gritan a sus hijos, vuelcan en ellos sus frustraciones e incluso les levantan la mano. “A ti, ¿qué te importa?”, nos espetan desde la pantalla o las páginas del diario. “La violencia contra infancia no es un asunto privado, nos incumbe a toda la sociedad”. Una de las derivadas más perversas de estos empeños es que obligan a la Administración a explicitar cómo se imagina a sus administrados más reprobables. Los elegidos de este caso concreto representan exclusivamente a la burguesía acomodada. Uno luce hasta fachaleco.
No queda claro qué es lo que están pidiendo exactamente. ¿Que reconvengamos a los progenitores de nuestro entorno si ejercen su rol de manera perniciosa para sus criaturas? ¿O está hablando de delación ante las autoridades? Nos pasa como con el citado anuncio que rescataba el monólogo de José Luis Cantero en el que alumbró al hombre blandengue. No podemos dejar de preguntarnos “¿por quién nos toman?”.
Pues claro que es asunto nuestro. Quien no haya participado en una conversación sobre la transformación de individuos aparentemente normales en barras bravas de PAU cuando acuden a los partidos de sus descendientes es que ha vivido en algo muy parecido a una burbuja. Hace casi 40 años que Pedro Almodóvar plasmó esta idea de madre indeseable en el personaje de Kiti Mánver en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984).
No damos abasto. La dirección general de Igualdad de Trato y Diversidad Étnico Racial ha decidido llamarnos racistas a la cara. Que por qué no le alquilamos un piso a una mujer negra y sí consentimos el bullying contra chavales asiáticos acusados de traer el COVID a las aulas. Es difícil precisar qué resulta más molesto. Si que no quede institución que no te señale con el dedito índice enhiesto o que estas acusaciones se realicen sin tomarse la molestia de aportar algún dato que sirva de prueba que corrobore sus ideas preconcebidas. Hasta los juicios mediáticos deberían realizarse con garantías.
La publicidad institucional no es un fenómeno únicamente español. Pero que cada uno se preocupe de lo suyo. Aquí la práctica se ha ido deslizando progresivamente hacia sus derivadas más perversas. Para los medios de comunicación son un campo minado. Sus ingresos han supuesto un poco de oxígeno en medio de la asfixiante sucesión de crisis. Pero que el poder político se torne en anunciante ha sido un arma esgrimida por cierta deriva populista contra la prensa.
Las campañas abogan por regularlo todo. Cuando quizá lo que sí esté pidiendo más regulación sean las propias campañas. Sería deseable un consenso sobre su mera existencia. ¿Realmente son necesarias? ¿Todas ellas? ¿Qué clase de mensajes puede lanzar una administración? ¿Está lo suficientemente delimitado, negro sobre blanco, dónde termina la información de servicio público para dar paso a la mera propaganda política disfrazada de asepsia institucional? ¿Hasta qué punto puede el ciudadano seguir aguantando que sus representantes adopten el papel de madre que agita la mano en el aire en señal de reproche mientras da golpecitos en el suelo con el pie?
Quizá siempre ha sido así. Y, tras 45 años de democracia, la sociedad haya entrado en otra etapa en la que ya no acepta de buen grado las admoniciones de los próceres. Pero el señalamiento a Pablo Motos no resiste la comparación con los pezqueñines. Miguel Ríos subiéndose al jeep de Todos contra el fuego representaba la cara amable de las campañas ministeriales. Partía de la base del descuido (ese cigarrillo por la ventanilla) y reunía una pandilla imposible en la que lo mismo tenían cabida los Hombres G que Alfonso del Real. Ahora el escenario es otro.
Dejamos volar la imaginación hasta visualizar un relato circular de la publicidad institucional. ¿No están nuestros gobernantes tan preocupados por el impacto ambiental? ¿Qué mejor que reducir a la mínima expresión la producción de campañas que dejan una huella de carbono enorme en tantos soportes? “Mantenga limpia España”.