Como ha habido jornada de puertas abiertas en el Congreso de los Diputados por el Día de la Constitución, me he acordado de lo que viví allí hace aproximadamente un mes y no me puedo resistir a contarlo.
No sé si era miércoles o jueves, pero en Madrid (y en Valdepeñas de Jaén) era principios de noviembre y aún no hacía ese frío que pide anorak y sopicaldo. Dicen que cualquier excusa es buena para ir a la capital, pero si te invita la chica más interesante del sureste de la Villa y Corte se impone el "irse a Madrid". Y si no subes es que te falta una papita pal'kilo.
El motivo o pretexto era ir a ver al Cádiz al Bernabéu, equipo al que no veo siquiera en su estadio (que me coge a 800 metros de casa) los domingos que juega como local.
Esta chica, a la que llamaremos A, exdiputada para más señas, me convidó a almorzar a una céntrica pizzería de esas que sólo hay en las metrópolis y que bien justifican un AVE a precio de Falcon. Quiso Dios (bueno, El Destino, que somos ateos) que en la mesa contigua se sentara Iván Espinosa de los Monteros con un séquito de yo qué sé. Preludio de algo.
Tras la comida, A, que es una mitómana de la Constitución y de la democracia Liberal, quiso llevarme a tomar café al cacareado Bar Manolo: una tabernilla que el grueso de los que venimos de provincias pensamos amos que está integrada en el Congreso. Lo del café es un decir, porque ella se bebió un Nesquik. Y yo, a falta de Machaco de Rute, una palomita de Castellana. Afortunadamente, no coincidimos con el rufián de turno.
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Por cierto, que esto de que su señoría se pidiera cacao soluble me trajo a la mente una estrofa del relato-poema Por qué nos gustan las mujeres de Mircea Cartarescu:
Porque descienden de las niñas. Porque se pintan las uñas de los pies. Porque son extraordinarias lectoras para las que se escribe tres cuartas partes de la poesía y de la prosa del mundo. Porque las enloquece Angie de los Rolling. Porque las enloquece Cohen. Porque sostienen una guerra total e inexplicable contra las cucarachas. Porque incluso la más dura business woman lleva bragas de florecillas y encajes enternecedores.
Al salir del Manolo, A, que tiene alma gamberra y macarra, me tomó de la mano y decididamente me metió de sopetón en el Congreso de los Diputados por una puerta lateral. Me dio una doble consigna mientras posaba sus ojos como pececitos del Adriático en lontananza: "No vaciles y saluda con naturalidad y desgana rutinaria".
Así pasamos un cordón de seguridad más poblado que la zaga de Álvaro Cervera defendiendo un córner en el 94 con el marcador a favor. Mas yo creo que a A, que tiene uno de esos rostros como de musa de Modigliani, a pesar de haber estado apenas cuatro o cinco meses como diputada, le hicieron un Face ID y la reconocieron. A mí no me vieron cara de Tejero y punto.
Subimos y bajamos escalones como si fuera el juego de serpientes y escaleras (porque yo comparto con Juan Bravo esa fobia sana de no tomar el ascensor), hasta cruzar del deslavazado edificio nuevo al original. Al antiguo.
En el Congreso-Congreso el aire se densifica. Huele a rancio, a espadón, a bigote, a biblioteca de Reverte, a la alfombra que pone la abuela en Navidad. La Historia carga el ambiente.
Paseamos por el pasillo de los retratos de los presidentes del Congreso. Me indigné por la ignominia de poner a la misma altura a Patxi López y a mi paisano don Emilio Castelar. Pero, sin duda, lo que más me llamó la atención, gracias a que A hizo que reparase en ello, fue la inscripción en el sello con el que se hizo retratar Federico Trillo: Iuvet testes.
Lo que traducido resulta: "¡Manda huevos!". Ya se podía haber puesto Honduria vivere, algo que creo que no necesita traducción.
Jugando en el Congreso desembocamos en el despacho del vicepresidente de la mesa, donde A, que fue cocinera antes que fraile, tuvo un despachito adjunto a este, como asesora del mismo.
Pasamos adentro, porque ese día no había ni el Tato (definitivamente era jueves), y su señoría me enseñó el cuartito de baño que se hizo construir Celia Villalobos cuando fungía de vice de la mesa. Por lo visto, lo más llamativo es que tenía bidé con su toallita correspondiente y todo. Supongo que ahí sentada pasaría buenos ratos jugando al Candy Crush.
Pasamos frente al impresionante cuadro de Los comuneros, estuvimos en la sala donde cuelga El abrazo de Juan Genovés y donde el destino de este país pudo cambiar con el pacto homónimo entre Rivera y Sánchez, etcétera.
Por fin llegó el momento de entrar en el hemiciclo (sólo para nosotros dos), donde como buen cateto me hice las fotos de rigor parlamentando desde el atril y sentado en la mesa de la presidencia de la Cámara Baja. A Batet le dejé el sillón calentito. La sensación de estar ahí fue la misma que cuando coroné el pico Mulhacén y por unos segundos me supe el más elevado de la Península.
Evidentemente, como todo forastero que entra al anfiteatro de las bajas pasiones, hice astronomía del 23-F. Miré al cielo abovedado localizando los impactos de bala como quien busca constelaciones. Bien mirado, la trasera de mi coche no está tan mal. Todo es saber venderlo.
Subimos por los escaños, cada uno con su telefonillo demodé adosado. Busqué el asiento de mi ídolo, Alberto Casero, como quien busca la casilla de Benzemá en el vestuario del Bernabéu. Y allí me tiré unos minutos pulsando alternativamente el botón verde del SÍ y el rojo del NO, mientras A se desesperaba con mis fetichismos.
Lo que nadie sabe, más allá del microclima congresil, es que tras los escaños más altos y marginados se abren unas puertas que conducen a una suerte de bar clandestino con pinta de putiferio, compuesto por una gran barra que hace esquina y unas mesas con sus sillas tipo art decó. Allí, por lo visto, sus señorías se pasan buena parte de los plenos negociando bajo cuerda o ligando sobre ella.
3.050,62 euros más dietas. Qué chollo. ¡Mamá, yo también quiero ser diputado!
PD: Nada más salir a la calle, juro que nos encontramos de pura casualidad con mi platónico futuro suegro (padre de A). No llevaba ni cinco horas en Madrid y el discurso de Ayuso de los ex ya se había caído.