Todo lo que puede salir mal, sale mal, sobre todo cuando hay unanimidad a la hora de propiciarlo. Lo que nos toca ver en estos días finales de 2022, y que no es otra cosa que la deriva definitiva hacia la disfuncionalidad del sistema constitucional que tantos y tan buenos servicios nos ha prestado durante al menos tres décadas, es la crónica de una muerte anunciada, por obra de una clase política que se ha aficionado con un ahínco digno de mejor causa al deporte de coquetear con el abismo.
Por supuesto, al despropósito han contribuido en la medida de sus fuerzas, que no son pocas, quienes menosprecian desde siempre la Constitución y todo lo que representa, en términos de solidaridad entre los españoles y solidez del Estado que asume la responsabilidad de garantizar los derechos de todos.
De ellos no se podía esperar otra cosa, y desde luego han sabido cumplir, tanto con las expectativas como con el deseo de los suyos.
Pero no menos entusiasmo ha puesto en la demolición la derecha española, y en especial su partido hegemónico, por la vía de enrocarse en una insensata y antidemocrática pretensión de mantener durante el mayor tiempo posible, incluso mucho más allá de su límite de elasticidad, las posiciones conquistadas en órganos constitucionales en virtud de mayorías pasadas.
Alguien debe de pensar que es una actitud patriótica, para proteger esos órganos de la hegemonía de una izquierda a la que reputan contraria al interés nacional. La pregunta que cabría hacerse, y hacerles, es si resulta patriótico impedir a toda costa que a los órganos de un Estado que se dice democrático lleguen las sensibilidades que los españoles hicieron valer en las urnas como mayoritarias. O si resulta, además de legítimo, verosímil que una minoría atrincherada le tuerza el brazo a la mayoría hasta que las urnas arrojen un resultado que la favorezca.
Los hechos demuestran que no. Queda todavía un año largo de legislatura y la mayoría así burlada, incapaz de soportarlo más, se ha puesto manos a la obra para resolver el asunto antes de que haya que volver a poner esas urnas. A lo mejor alguien esperaba que se resignara sin más a tragarse la imposición.
Y aquí viene la parte de culpa de eso que Pablo Iglesias dio en denominar el "bloque de dirección del Estado". No sólo se ha internado en sendas tan discutibles como la exculpación exprés de la insurrección contra el orden constitucional y de los desvíos de recursos públicos para financiarla, sin exigirles a los así agraciados alguna consideración hacia ese Estado que con tanta benignidad los trata, y al que continúan despreciando mañana, tarde y noche. De paso, toma un tosco atajo para deshacer de un mandoble, cual nudo gordiano, el bloqueo institucional.
En el horizonte asoma además una futura consulta, que los socios de ERC presentan como de autodeterminación y el PSC como solución del encaje de Cataluña en España. Y de nuevo hay que preguntarles, a unos y a otros, si creen de veras que el expediente que les ha servido para exculpar a los sediciosos y malversadores, imponer su mayoría, bastará para reformar, de manera duradera, el edificio constitucional. Abandonen unos y otros toda esperanza de darle a ese entuerto remedio sin contar con los millones de españoles cuyas ideas les desagradan.
Sólo faltaba, en fin, que la pelota se pusiera en el tejado de un Tribunal Constitucional medio caducado para que terminase de dilapidar su ya escaso crédito como árbitro. Si no estima lo que se le pide, habrá quien tilde de cobardes a sus miembros. Si lo hace y se enfrenta al Legislativo, quienes ya lo descalifican no dudarán en presentarlo como dócil mascota de la caverna.
Qué desastre. Qué irresponsables, todos. Y ahora pueden llamarme equidistante. Francamente, me importa un bledo.