No se han oído durante los últimos días en España barbaridades muy diferentes a las que los argentinos llevan oyendo de boca de la casta peronista que carcome su país desde hace décadas, con la diferencia de que ellos son campeones del mundo y nosotros fuimos a Qatar con Luis Enrique encabezando la procesión mortuoria.
La peor de esas barbaridades, y eso que el título anda disputado, es la de que las decisiones del Parlamento son la voluntad encarnada del pueblo soberano y eso impide que estas puedan ser fiscalizadas por los jueces.
Que Podemos, una formación cuyo compromiso con la democracia es instrumental y gracias, haya dejado esa puerta abierta a un régimen plebiscitario entra dentro del guion. Porque Podemos es un partido autoritario, el verdadero franquismo sociológico de nuestro país, como demuestra la lógica castrense de sus líderes.
Pero que lo haya hecho el PSOE nos conduce a los españoles a esa frontera donde la democracia pierde su nombre y uno se adentra en terra ignota. La de los populistas que leen la Constitución como uno lee un manual de física cuántica: a bulto e imaginando cosas que no están ahí.
Si el Gobierno aspirara a cambiar el sistema de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional, ese macguffin con el que nos han tenido entretenidos durante la última semana, reaccionaría a la decisión de ayer del TC presentando un proyecto de ley con las dos enmiendas rechazadas. Tan sencillo como eso.
Si optara por una proposición de ley, una opción políticamente impresentable, pero legal, el Gobierno se ahorraría incluso tener que leer en la prensa los informes de los órganos consultivos quitándole la razón. Aunque también podría leerlos y cerrar luego el Consejo de Estado si no le gusta su dictamen: si alguien puede ponerle la mordaza a instituciones clave y salir airoso, ese es Pedro Sánchez.
Es decir, que los atajos para apoderarse de las instituciones por la vía rápida y convertir España en la Argentina de la UE, aunque con un poco menos de corrupción que en Bruselas, siguen estando ahí, al alcance del Gobierno. Por escrúpulos no será.
Pero a la vista de las reacciones no ya del podemismo, sino de Meritxell Batet y Ander Gil, presidentes del Congreso y del Senado, uno duda ya de que su verdadera intención sea la de renovar el Constitucional. La cosa huele más bien a "nos conviene que haya tensión", un clásico del PSOE que ha desquiciado al electorado de izquierdas hasta extremos grotescos: cualquier cosa, literalmente cualquiera, es hoy mejor en sus cabezas que un Gobierno de esos señores de la derecha que, pobrecitos, a nada temen más que a las criaturas sanchistas del bosque que les impiden salir, como le ocurre a los lugareños de la película de M. Night Shyamalan, de su aldea de centro socialdemócrata.
Batet ha defendido "la autonomía del Congreso" y es de suponer que se refería a la autonomía de los diputados de la mayoría gubernamental respecto a la ley. Como si todos ellos fueran, en fin, Juan Carlos I. Tanto criticar su inviolabilidad y ahora resulta que sólo era envidia.
Ander Gil, por su parte, ha dicho que estudiará la manera de preservar "la prevalencia constitucional de las Cortes Generales", que vayan a saber qué quiere decir, pura casquería retórico-jurídica que uno esperaría en un estudiante de primero de Derecho que se inventa simplezas, pero no en un presidente del Senado.
Habrá que recordarles que la partícula elemental de la democracia, esa que no puede ser reducida a elementos menores, no son los votos sino las leyes. Por eso somos un Estado de derecho y no un Estado de voluntades.
El único que ha afirmado algo sensato, probablemente por el mismo motivo por el que los relojes parados aciertan la hora dos veces al día, ha sido Pablo Iglesias, que ha dicho que si Iván Redondo estuviera en Moncloa, Pedro Sánchez vería el órdago y convocaría elecciones mañana.
Ojalá Sánchez le haga caso, aunque los faroleros como el presidente suelen tener buen ojo para detectar a sus homónimos.
En realidad, hasta el español más tonto de España sabe hoy que lo que Iglesias desea realmente es que Sánchez se estrelle en las elecciones frente a Alberto Núñez Feijóo y fulmine lo que queda del PSOE (poco a estas alturas) para que él pueda resurgir de sus cenizas como el Bonaparte de los contenedores incinerados y las algaradas callejeras vallecanas contra un "gobierno de la ultraderecha".
Cree Sánchez que pasará a la historia por desenterrar un par de cadáveres, pero es bastante más probable que pase como el presidente más reprendido de la historia por el Tribunal Constitucional. Trevijano ha aplicado la ley y, como suele ocurrir en ese mundo real donde ninguna buena acción queda sin castigo, es probable que acabe sufriendo las consecuencias.
España en vilo a la espera de las represalias de Sánchez. Como siempre.