Una declaración recurrente de aquel filósofo pontevedrés a quien recordamos como Mariano Rajoy era que tal o cual acción o empeño "no conducía a parte alguna". Era, no se puede negar, una bella forma de referirse a la inutilidad o gratuidad de algo, sobre todo cuando ese algo era aparatoso, como el procés al que el propio Rajoy asistió con una pasividad que suscitó reproche. Es verdad que al final el alarde no condujo a parte alguna, que Cataluña sigue sujeta a la ley española y así va a seguir, aunque el modo en que se afrontó alguna consecuencia sí que tuvo.
Una de esas consecuencias es, en última instancia, lo que acabamos de ver: la desaparición del Código Penal de un tipo centenario, el de sedición, y la atenuación del castigo para la malversación "patriótica", entendida esta como lo que a su vez el malversador entienda que la patria le demanda. Una concesión del Gobierno a los condenados y condenables por ese procés, de quienes depende para aprobar las cuentas públicas y agotar la legislatura, y que tunea para ellos la ley española vigente.
No es ocioso preguntarse, siguiendo la filosofía marianista, a dónde lleva esta estrategia de halago a los enemigos probados del Estado, más allá de ese horizonte electoral de fines de 2023. Lo que el PSOE se está dejando por el camino es mucho, una buena parte de su crédito como gestor de ese Estado, en interés de todos los españoles, dilapidado en beneficio de quienes no desean serlo. Hay quien dice que el presidente sabe a dónde va, calcula todos los riesgos y costes, y acabará prevaleciendo.
No sería la primera vez que se sobrepone a los pronósticos adversos, pero la pregunta es si su buena estrella bastará vez para borrar el escándalo que causa este apaño, de patricios para patricios, entre los que no lo somos y pagamos sus francachelas, patrióticas o no. Y si tiene algún futuro el rediseño del Estado con aquellos que sólo sueñan con mermarlo y dinamitarlo.
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Lo que tiene, con arreglo a la lógica, es todo el aire de un viaje a ninguna parte, pero también lo es, por otro lado, el de una derecha que exprime hasta el paroxismo la utilidad de sus delegados en el CGPJ y el TC con nombramiento caducado y prorrogado, en un duelo a muerte con la mayoría salida de las urnas de 2019, plenamente válida en términos constitucionales y democráticos desde entonces hasta que acabe la legislatura.
En los doce meses que faltan, ese duelo sólo puede acabar con la victoria final del Legislativo conformado con arreglo a esa mayoría, entre otras cosas porque lo contrario desacreditaría a la democracia española de manera irreparable. Tendrá que ir por los cauces regulares y evitar los atajos intentados hasta ahora, pero tiempo tiene y no se le podrá impedir. Quien tiene mayoría en el parlamento puede y debe legislar, sin perjuicio de que se pueda examinar, siempre a posteriori, la constitucionalidad y el acierto de sus leyes. Lo primero, por el tribunal de garantías; lo segundo, por la ciudadanía llamada a votar cuando toque.
Y aquí es donde viene la tercera y más inquietante de las preguntas que suscita la situación presente: a dónde conduce, en términos institucionales, el viaje que han emprendido esos órganos total o parcialmente pasados de fecha, con decisiones que ya ni se molestan en disimular la alineación férrea de sus miembros con quienes los designan. Y preciso lo de "en términos institucionales" porque es de suponer que los implicados sí que tendrán claro lo que les reporta personalmente su actuación.
La incapacidad, tanto de ese CGPJ fósil como de ese TC en proceso de fosilización, de alumbrar una sola decisión en la que se atisbe la independencia de criterio de sus integrantes, los deja a ambos inservibles. Con la implosión del segundo, el partido se queda sin árbitro. Y eso sí que es un viaje a ninguna parte.