Yolanda Díaz quiere ser presidenta. Si le dieran a escoger, de España. Pero, en realidad, ella aceptaría ser presidenta de lo que sea.

La vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo y Economía Social de España, Yolanda Díaz, con el ministro de Trabajo de Brasil, Luiz Marinho.

La vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo y Economía Social de España, Yolanda Díaz, con el ministro de Trabajo de Brasil, Luiz Marinho. EFE

Por ahora ha tenido que conformarse con la vicepresidencia. Cargo que le entusiasma mucho menos que el de lideresa de la plataforma Sumar, que es como un multiverso en el cual, mientras el resto de los españoles trabajan, ella juega a ser candidata en unas elecciones que sólo están en su cabeza.

Y es que Yolanda Díaz está tan ansiosa por ser presidenta que no puede esperar. Por eso, se montó en el Falcon y llegó a Brasilia un día antes que el propio Felipe VI para asistir a la toma de posesión de Lula da Silva.

Fue allí donde Díaz protagonizó un momento verdaderamente embarazoso. Cuando le tocó saludar y felicitar a Lula, la vicepresidenta olvidó cualquier noción de protocolo, proxémica y buenos modales. Invadiendo putinescamente el espacio vital del presidente, lo abrazó, lo besó, le habló a muy pocos centímetros de distancia y, en el clímax de la impertinencia, le pasó la mano por la cara.

Más que acariciarlo o ungirlo, lo untó con su histeria zalamera.

Por supuesto, la incomodidad de Lula fue patente. Su postura se volvió rígida y la sonrisa, petrificada. Todo su lenguaje corporal indicaba que no había dado su consentimiento para semejante manoseo. Só sim é sim, parecía gritar con la mirada el mandatario brasileño.

Por fortuna, acudió en su rescate una mujer de su entorno, y Yolanda Díaz tuvo que dejar paso a los otros invitados.

Más allá de la obscenidad de la escena, no es extraña semejante muestra de adoración. Fallecidos Fidel Castro y Hugo Chávez, la izquierda europea está desesperada por adorar a un nuevo caudillo latinoamericano. Y Lula es el último de su especie.

La historia de los años recientes de Lula, esa línea que va desde el ascenso de sus dos primeros gobiernos hasta la caída de los años de enfermedad, viudez y cárcel, ahora coronados de nuevo con la conquista del poder a sus 77 años, es digna de encomio.

Al menos, para quienes ven la política como una forma de retención del poder a toda costa.

Que Lula haya desempeñado un papel importante en la mayor trama de corrupción en la historia de América Latina, la orquestada por la empresa brasileña Odebrecht, es algo secundario. En este esquema, la figura del impresentable Jair Bolsonaro es apenas la del antagonista necesario para justificar la retórica antifascista sin la cual la izquierda de hoy es una cáscara reseca.

Incluso, que Lula considere a Volodímir Zelenski tan culpable como Vladímir Putin de la guerra que enfrenta a Rusia con Ucrania es una migaja que se puede esconder bajo la alfombra presidencial.

El relato que le importa a la vicepresidenta del Gobierno español es otro. El espejo en que le gusta verse y acercarse hasta aplastar la nariz es el de la tenacidad casi inhumana de Lula, su total falta de escrúpulos, su capacidad para seguir adelante independientemente de cualquier revés personal o familiar que obstaculice la obtención, la recuperación y el sostenimiento del poder.

Es cierto que, para ello, Yolanda Díaz no necesitaba usar el dinero del Estado y viajar en el Falcon hasta Brasilia. Le hubiera bastado con acercarse a la Moncloa y abrazar al todavía joven, pero muy prometedor aspirante, Pedro Sánchez.