No es voluntad de quien esto escribe comenzar este 2023 hundiendo el ánimo a los lectores. Simplemente, más vale tomar conciencia de cómo arranca el año, porque sólo así tendremos una remota posibilidad de enderezarlo, sobre todo en lo que toca a las grietas y las fracturas que llevamos ya tiempo viviendo.
Hay otro motivo, que tiene que ver con aquello que un día cantara el cubano Silvio Rodríguez, en aquel verso en el que se exigía a sí mismo pedir perdón, como hombre feliz, a todos los muertos de su felicidad. Quienes tenemos el enorme privilegio de vivir en relativa paz y prosperidad, esto es, sin pasar hambre ni frío ni temer que un misil de crucero o un Himars caiga sobre nuestras cabezas, no sólo hemos de mostrar gratitud, sino que no está de más que pensemos en quien no tiene esa suerte.
Pienso, por eso, en el centenar largo de familias rusas que ya no van a poder celebrar ningún Año Nuevo más con aquellos de los suyos a quienes tenían la pasada Nochevieja acantonados en un cuchitril del Dombás. Que los ucranianos localizaron, en el colmo del infortunio, por culpa de los mensajes de felicitación que los soldados mandaron a su gente usando sus móviles.
Para todas esas familias, como por desgracia para tantos otros seres humanos a lo largo y ancho del globo, el año nació muerto. Y habrá quien ya haya perdido el impulso de sentir cualquier clase de piedad hacia quien tenga la nacionalidad rusa y no se haya exiliado o alzado contra Putin. Pero el que sabe algo de Historia es consciente de hasta qué extremo, cuando sus fuerzas aprietan, les resulta imposible a muchos resistirse.
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Quizá sea incluso ligeramente infame que un ciudadano del Occidente que con tanto donaire siguió tratando con Putin una vez que quedó claro el tipo de autócrata sórdido que era, y que incluso lo condecoró y se prestó con ahínco a ser la lavandería del caudal ingente de dinero sucio que generaba su organización criminal, se permita ahora despreciar el dolor de esos rusos de a pie. Ellos son su carne de cañón y sus más castigadas víctimas.
Empieza el año con una tregua de Pascua ortodoxa que es un lacerante sarcasmo. Y la promesa de que la guerra no va a ir a menos, sino a más, salvo que Ucrania se resigne a perder una parte de su territorio y a regalarle al tirano de Moscú un arreglo que pueda vender como otra de sus astutas ganancias. Y ya en el horizonte asoma esa posible solución, por la que sotto voce aboga más de uno con influencia y que nos guste o no nos guste es probable que sea la única manera de detener el horror.
Mal hará el mundo, en cualquier caso, si normaliza sin más el despojo y al saqueador que lo consuma. Para Ucrania, pero también para los rusos, no hay otra esperanza que confinar al putinismo con los parias de la Historia, hasta que la Federación Rusa, si eso es posible, se otorgue otra forma de gobierno que le sirva para volver al concierto de las naciones civilizadas. Que no exhiba la demencia que hoy impera en su televisión estatal.
Lamentablemente, no es el único horror del Año Nuevo. La semana pasada, aquí mismo, se recordaba a las afganas, a las que siguen enterrando en vida en medio de un atronador silencio que nadie —¿será por la vergüenza— parece querer romper. Y están las otras muchas guerras, miserias, tiranías e injusticias que continúan asolando tantas tierras y tantas almas.
Con este panorama, lo que entre nosotros toca es un año plagado de elecciones, en el que cabe temer con fundamento que el tono se elevará, los denuestos volarán y las ideas abusivas y los agravios al oponente florecerán como amapolas en campo de centeno, que escribiera el poeta.
Ojalá supiéramos ser capaces de burlar el vaticinio. Ojalá el año no naciera muerto, también, para el empeño de fraguar un proyecto común de futuro.