Estaba muy enfadado y dispuesto a escribir contra Elon Musk. Porque se ve que ha quitado las estrellitas de la esquina del Twitter que me permitían ordenar la información de forma cronológica y escapar de las trampas del algoritmo. Así, seguro que por culpa del algoritmo, hoy se me ha llenado el timeline de vídeos de caídas, de bromas pesadas y de elogios excesivos a Manuela Carmena.
Porque, en una entrevista en El País, se ha atrevido a criticar el empecinamiento del Ministerio de Igualdad con la ley del 'sí es sí'.
"No corregir la ley del 'sí es sí' (ha dicho) es soberbia infantil". Pero se equivoca Carmena. La soberbia no es un vicio infantil. Lo infantil es el egoísmo, incluso el narcisismo primario.
La soberbia es un vicio adolescente, sofisticado por las hormonas y por la ideología. Incluso por esa ideología y esa pulsión que ella misma se supone que comparte con los miembros y miembras del Ministerio en cuestión. Y, en cierto modo, incluso con Elon Musk. Y que consiste, fundamentalmente, en creer que los que mandaban antes lo hacían por mala fe o por estupidez y que, ahora que por fin llegamos los buenos, esto lo arreglamos en un par de tardes.
La diferencia, claro está, es que algunos soberbios juegan con su propio dinero y con él mismo pagan sus errores, mientras que otros juegan con el dinero, la seguridad y el futuro de los demás. Y siempre se largan sin pagar la factura.
Y es esa soberbia la que les impide tanto reconocer el bien que hicieron otros como el mal que pueden hacer ellos. Es eso mismo lo que les hace presumir en exceso de lo que van a hacer y negarse a reconocer sus errores o limitaciones cuando finalmente no están a la altura.
Elon Musk entró en Twitter alertando sobre las estrellitas y explicando cómo liberarse de la tiranía del algoritmo. Y ahora que ha claudicado, por razones seguro que muy comprensibles en quien se juega en esto la fortuna, lo ha hecho en silencio. Con nocturnidad y alevosía.
Del mismo modo en que anunció la vuelta de Kanye West como una conquista de la libertad de expresión para echarlo de nuevo poco después. O como presumió de poner en riesgo su propia seguridad personal permitiendo que una cuenta de Twitter publicara la localización de su jet privado para cerrarla después sin mayor explicación.
También así, con soberbio disimulo, pretende corregirse el Ministerio. Y propone estos días, como chutando la pelota hacia adelante, que todos los beneficiados por sus negligencias lleven una pulsera de geolocalización.
Cuando den orden a los suyos de felicitarse y celebrar, habrá que recordar que este hubiese sido, en efecto, un interesante debate. De haberse planteado.
Si hubiese estado en la ley o en su propuesta, habría sido un buen momento para tener una discusión seria sobre la reinserción de los agresores sexuales, la adecuación de las penas, la libertad de los exconvictos y de las víctimas.
Para tener un debate, en fin, sobre justicia y seguridad, que es lo que tocaría.
Pero este debate no existió. Porque no quisieron. Porque enterraron cualquier discusión razonable sobre un tema tan sensible, delicado e importante bajo toneladas de demagogia y de gravísimas acusaciones de violencia, machismo estructural y odio partidista.
Hubiera sido una discusión interesante, digo, pero no fue posible. Porque ninguna discusión lo es con quien tiene tantas prisas por enmendar la realidad.
El revolucionario, el joven adánico que ha venido aquí a poner fin a la injusticia histórica, sólo aprende a golpes. En el mejor de los casos, a golpes con la realidad. Convencido de que a su lado todo es estulticia y maldad, el justiciero avanza como aquellos caballos de carga, con la mirada siempre al frente. Avanza, como la vaca del poema, vacilando, acumulando error sobre error. Dejando desastre tras desastre.
Y, con suerte, alguna vez, con disimulo y entre aplausos comprados, rectificarán. Y en el mejor de los casos volverán al redil. Y a todo eso lo llamarán progreso.