Como ya saben todos, el Barcelona aplastó al Real Madrid en el primer torneo futbolístico de 2023. Eso no ha sido una gran sorpresa. Algún día tenía que lograr Xavi su primer título como entrenador.
Lo que continúa indignando es que la Supercopa de España no se dispute en un punto de la geografía española, sino a miles de kilómetros de aquí. Bueno, más que eso. Lo que irrita sobremanera es que lo haga en uno de los países menos respetuosos del mundo con los derechos humanos.
Pero asombra aún más que el establishment del fútbol español, en sus distintos órdenes, haya normalizado, como ha hecho la mayoría de los aficionados, que la parte final de esta competición se celebre en el Estadio Internacional Rey Fahd de Riad.
Parece de una lógica aplastante que esta competición nacional se dispute íntegramente en España. Si no es el caso, lo único que tendría fundamento es que la motivación para celebrarla en alguna otra nación resultara lícita.
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El dinero, a menudo, es una buena razón. Al menos, es un argumento habitual, y la mayoría de los aficionados lo consideraría, muy posiblemente, congruente.
Pero cuando la persecución de los bienes económicos tropieza con el ejercicio de la ética más elemental se produce un choque de notable envergadura en el que el dinero nunca debería salir victorioso.
Las actuaciones de la Real Federación Española de Fútbol no son las más cristalinas de nuestro país. Las de su presidente, tampoco. Las comisiones a la empresa del exfutbolista Gerard Piqué, las exigencias de los organizadores sobre qué equipos deberían estar en Arabia Saudí y la reconocida animadversión del presidente hacia varios clubes, como el Villareal, el Sevilla y el Valencia, no arrojan la mejor de las imágenes. Ni sobre la institución, ni sobre quien la dirige.
Que los futbolistas españoles se desplacen más de 6.000 kilómetros para jugar al fútbol en un país con un sistema político extraordinariamente represivo, en especial hacia las mujeres, supone un naufragio del respeto a los valores que dan sentido a nuestro modelo de convivencia.
En este país de la península arábiga se ha condenado a 500 latigazos a Mohamed al-Bokari, defensor de los derechos LGTBI. A Salma al-Shebab, estudiante de doctorado en el Reino Unido que tuiteó a favor de los derechos de la mujer en una visita a su país, el Tribunal Penal Especializado la ha condenado a 34 años de prisión. Como es de sobra conocido, Jamal Khashoggi, el columnista de The Washington Post, fue asesinado en 2018 en el consulado saudí en Estambul por agentes del Gobierno, que lo descuartizaron mientras su pareja esperaba fuera.
Ya no es sólo el Newcastle de la Premier, en manos saudíes desde 2021. Ya no es sólo Cristiano Ronaldo y su reciente multimillonario fichaje por el Al-Nassr. También nosotros, nuestro fútbol, somos otra herramienta que utiliza el régimen de Mohamed bin Salman para intentar blanquear delante del mundo unas actuaciones que resultan insostenibles a la luz de cualquier código de buena conducta.
Esa participación de los cuatro equipos españoles no vale 240 millones de euros en seis años. No los vale porque no tiene precio. No hay dinero suficiente para convertir la falta de dignidad en una operación de blanqueo imposible.